miércoles, 11 de septiembre de 2013

Un oratorio para las putas.
             Dora Luz Echeverría








…y el canto de todos, que es mi propio canto…

Las monjitas necesitan un oratorio –me dijo Diego un día mientras revisábamos la obra.
Venía hablando de las monjas desde hacía más de un mes, el mismo tiempo que llevábamos en las reformas arquitectónicas de un laboratorio.  Casi todas las mañanas tomábamos tintico envenenado con canela y hablábamos de la otra reforma, esa del alma y de la vida en momentos en los que la única salida posible es la verdad con uno mismo: Diego había decidido separarse de una bella mujer con la que tenía dos hijos, innumerables perros y una  historia de convivencia armoniosa que ya no podía seguir manteniendo sin traicionarse a sí mismo.

Entonces decidió vivir de verdad, por dolorosa que fuera, así muy pocos comprendieran ese paso tan difícil al que solo sigue el encuentro con la soledad.
En el descubrimiento de su nueva vida pocas cosas del pasado lo acompañaron.  Unas de ellas fueron las monjitas.  Según me contaba, tenía una casa arriba de la iglesia de San Benito donde trabajaban con las prostitutas del Centro.  Las había conocido gracias a un amigo que les ayudaba esporádicamente, y Diego, que se sentía entonces tan perdido como triste, se dedicó a buscar todo tipo de colaboración para ellas.
Auque tenía algunos prejuicios frente a las obras de caridad, fui incapaz de negarme cuando me pidió una opinión sobre lo del oratorio.  Pensé que podría hacerme la loca y salir del paso con alguna observación trivial, pero el entusiasmo de Diego era contagioso.

Bajamos temprano en la mañana por Ayacucho hasta el Parque Berrío, lo cruzamos en diagonal y caminamos por Boyacá hasta que un olor a pan recién hecho que invadía la calle nos invitó a desayunar.
-Aquí es- dijo.
Pedí un croissant con café mientras él saludaba con cara de muy conocido a todo el mundo: las panaderas, con el pelo algo más teñido que lo normal; la cajera, con un escote algo desproporcionado para las ocho de la mañana; y otras dos mujeres, de blusa y cara lavada, que se adelantaron risueñas a estrecharme la mano.
-¿Entonces usted es la arquitecta?
-dijo la mayor de ellas.
A pesar de la pequeña cruz  al cuello y de ese aire indefinible que proporciona la virginidad, pensé que podrían confundirse con alguna oficinista gris.
Pero sonreían tan felizmente cuando me mostraron el lugar para el futuro oratorio, algo más grande que un hall, donde habían acomodado tres bancas  regaladas y una imagen de la Virgen contra una ventana, que caí, como Diego, en sus redes.

Mientras evaluábamos el espacio disponible, otras tres mujeres, con evidente cara de trasnocho, salieron de un saloncito donde había varias máquinas de coser.
-       ¿Sí nos van a hecer un oratorio?
-       Dijo una de ellas mirándome escrutadora-.  De pronto así sí podemos rezar tranquilas.
Al hablar con la hermana María de los Ángeles supe que había sido ella la de la idea, porque en la la iglesia de san Benito las prostitutas se sentían muy mal:  normalmente entraban a primera hora de la mañana, después de una noche de trabajo, y las beatas se molestaban con su presencia, o al menos ellas así lo sentían.  En cambio a la casa de las monjitas podían llegar a cualquier hora y eran más que bienvenidas: había café, y nunca, nunca una palabra de reproche.
Cuando la hermana me contó cuál era su filosofía frente a ellas –siempre las llamaba así, ellas-, pensé que no era posible tanta belleza, hasta que después de varias semanas lo puede comprobar.  No se trataba de critar, de juzgar, de condenar; ese espacio estaba abierto siempre para oír, apoyar, ayudar.

-En algún momento ellas se tienen que retirar, por viejas, por aporreadas, por cansancio, y entonces, ¿qué van a hacer? –me dijo.
Comenzaron por enseñales panadería –la hermana Consuelo sabía hacer panes-, y abrieron una pequeña cafetería a la entrada de la casa.  Después llegó Willy, un travesti que sabía de peluquería, y les enseñó el oficio a algunas.  Lo del taller de costura resultó todo un éxito cuando Rosalba, retirada del oficio después de haber viajado a Holanda y de ahorrar lo suficiente para comprar un lote y construir una casa de tres pisos, puso una maquila de ropa de cama en la plancha.  Rosalba solía llegar temprano, de tacones altos y pelo recogido, saludando con voz chillona y estridente.  Daba consejos y ofrecía trabajo si alguna llegaba aporreada.
En eso se parecía a las monjitas.
-Cada cual sabe hasta dónde llega
-les decía.
El día de la inauguración del oratorio hubo desayuno para todos.  Todos éramos Diego y yo, las monjitas y ellas.
Sacaron al patio de atrás la mesa de corte, inmensa, para que todas las que llegaran pudieran sentarse, y pusieron bandejas llenas de parva hecha en la casa y olletas de chocolate caliente.  La hermana sabía que yo tocaba guitarra y, entre anécdotas a veces subidas de tono que nunca ruborizaron a las monjitas, tarareamos boleros tranochados.  Después de contarles la historia de Gracias a la vida, la canción de Violeta Parra, la cantamos una y otra vez.  De pronto, Rosalba se quedó mirando con desparpajo a la más joven de las monjitas, bella como la virgencita que presidía el oratorio.
-¿Sabe qué hermanita? Lo que me da mucha tristeza es que no sepa de lo que se está perdiendo –le dijo llena de malicia.
Recuerdo la cara de la monjita, ya sí coloradita, en medio del silencio que todos hicimos.  Y la frase de la hermana María de los Ángeles, a la que siguió una carcajada unámime.
-Vos tampoco, mijita.


Tomado de:  Periodico Universo Centro. Número 48 – agosto 2013, pagina 12.




El canto del antioqueño


Epifanio Mejía.
Nací sobre una montaña: mi dulce madre me cuenta que el sol alumbró mi cuna sobre una pelada sierra.
Nací libre como el viento de las selvas antioqueñas; como el cóndor de losa Andes que de monte en monte vuela
Pichón de águila que nace sobre el pico de una peña, siempre le gustan las cumbres donde los vientos refrescan
Amo al sol porque anda libre sobre la azulada esfera, al huracán porque silba con libertad en las selvas.
El hacha que mis mayores me dejaron por herencia, la quiero porque a sus golpes libres acentos resuenan.
Forjen déspotas tiranos largas y duras cadenas para el esclavo que humilde sus pies, de rodillas, besa.
Yo nací altivo y libre sobre una sierra antioqueña llevo el hierro entre las manos porque en el cuello me pesa.
Cuando desciendo hasta el valle, y oigo tocar la corneta, subo las altas montañas a dar el grito de ¡alerta!
Muchachos les digo a todos los vecinos de las selvas, la corneta está sonando… ¡Tiranos hay en la tierra!
Mis compañeros alegres, el hacha en el monte dejan para empuñar en sus manos la lanza que al sol platea. Con el morral a la espalda cruzamos llanos y cuestas; y atravesamos montañas y anchos ríos y altas sierras, y cuando al fin divisamos, allá en la llanura extensa, las toldas del enemigo que entre humo y gente blanquean, Volamos como huracanes regados sobre la tierra, ¡y ay del que espere el empuje de nuestras lanzas revueltas!
Perdonamos al rendido porque también hay nobleza en los bravos corazones Que nutren las viejas selvas.
Cuando volvemos triunfantes, las niñas de las aldeas tiran coronas de flores en nuestras frentes serenas.
A la luz de alegre tarde pálida, bronceada, fresca, de la montaña en la cima nuestras cabañas blanquean.
Bajamos cantando al valle porque el corazón se alegra; porque siempre arranca gritos la vista de nuestra tierra.
Es la oración: las campanas con golpe pausado suenan; con el morral a la espalda vamos subiendo la cuesta.
Las brisas de las colinas bajan cargadas de esencia; la luna brilla redonda y el camino amarillea.
Ladran alegres los perros detrás de las arboledas; el corazón oprimido de gozo, palpita y tiembla…
Caminamos… caminamos.. y blanquean… y blanquean… y se abren con ruido de las cabañas las puertas.
Lágrimas, gritos suspiros, besos y sonrisas tiernas, entre apretados abrazos y entre emociones, revientan.
¡Oh libertad que perfumas las montañas de mi tierra, dejan que aspiren mis hijos tus olorosas esencias!
1868




Epifanio Mejía: Poeta colombiano nacido en Yarumal Antioquia en 1838, conocido como el “poeta triste” o el “Loco Mejía”. Cuentan que era un hombre nostálgico, noble, bondadoso y que vivía de manera intensa. Fue comerciante hasta los 40 años, momento en el que perdió sus facultades para hacerlo pues enloqueció y fue recluido en un hospital mental. Permaneció recluido por varias décadas hasta que murió a los setenta y cinco años en el mismo pueblo en que nació. Sin embargo, dicen que antes de morir, recobró la razón y recibió los últimos sacramentos. Otros dudan de su sin razón y lo comparan con un Quijote criollo, escudados en la gran habilidad para componer versos que aún tenía de “loco”: componía endecasílabos e improvisaba versos con gran facilidad y gracia. Como homenaje a este poeta Antioquia tomó un poema suyo como la letra de su himno. Se trata de "El Canto del Antioqueño" que fue publicado en 1868 y el cuál fue musicalizado a finales del siglo XIX por el Maestro caucano Gonzalo Vidal. Mediante Ordenanza de 1962, fue adoptado oficialmente como el Himno de Antioquia.

miércoles, 10 de julio de 2013

El otro subdesarrollo

El otro subdesarrollo
Llevo el hierro entre las manos
porque en el cuello me pesa.
Epifanio Mejía.  Himno Antioqueño

El prisionero había gemido entre sus cadenas al año de tenerlas empezó su oxidación. Por eso cuando escuchó los gritos afuera asomó difícilmente por la ventanilla abarrotada, que durante ese año le diera avaramente un poco de aire y de luz.

-“Ya llegan” –se dijo, los ojos sin asombro, débiles ya sus músculos de tanto permanecer quietos y torturados .
Escuchó disparos contra sus carceleros, oyó el golpe de cuerpos al caer, supo que venían a liberarlo y que triunfaría la revolución que él mismo anunciara con arengas y posturas de héroe, un poco retórico y vanidoso en sus afanes. Tuvo cierta fortaleza de recién llegado, un grito de entusiasmo pasajero, por no sentirse demasiado solo. Su debilidad estrepitosa lo había llevado al calabozo donde ahora yacía, grillos en los pies, cadenas en las manos, con la poca luz y el poco aire que filtraban los barrotes de su celda.
-¡Aquí estamos, compañero! –oyó la voz del viejo camarada al tiempo que abrían la puerta con sonido metálico: en el vano se destacó la figura franca de Pedro, un luchador.

-Ya estás libre, la revolución ganará –y se acercó para quitarle grillos y esposas. El prisionero se le quedó mirando, en segundos rehízo su propia lucha de héroe clandestino a héroe prisionero, de torturado a sometido, de sometido a liberado.
-¿Qué quieres? –preguntó. Pedro lo detalló, incrédulos los ojos a la pregunta, inocentes en la desorientación.
-¡Te hemos rescatado! –gritó, porque no entendía-.
¡Vamos!

El otro vio sus derredores de todo un año donde la queja se le hizo habitual, como la oscuridad entre los muros. Al principio había escrito en ellas fechas decisivas con un carbón, después olvidó números y fechas.
-¡Cuánto falta? –preguntó, desalentado.
-No sabemos. Tal vez mucho, pero vamos a ganar.
El otro no se movió. Entre el eco de los disparos y el olor de sangre y pólvora volvió a sentarse en el banquillo, miró los hierros eslabonados.
-¿Para qué? –dijo, los ojos al suelo-. Yo me quedo, ustedes le tienen miedo a las cadenas.
Era su otra manera de sentirse héroe, las escasas palabras que iban quedando a su derrota.
-sí –dijo Pedro entre el olor de la pólvora-. Te hacen falta las cadenas.
Y se fue retirando, triste y rabioso.

Tomado de: Obras completas
Concejo de Medellín
2000


Manuel Mejía Vallejo: (Jericó, Antioquia,Colombia, 23 de abril de 1923 - El Retiro, Antioquia, Colombia, 23 de julio de 1998) fue un escritor y periodista colombiano ganador de los premios Rómulo Gallegos y Nadal. Representa la vertiente andina de la narrativa colombiana contemporánea.




martes, 4 de junio de 2013

Los buenos propósitos



Los buenos Propósitos
El Buen Lector espera las vacaciones con impaciencia. Para las semanas que pasará en una solitaria localidad marítima o montañosa, ha reservado cierto número de lecturas de las que más le gustan  y saborea por anticipado el placer de las siestas a la sombra, el crujir de las páginas, el abandonarse a la fascinación de otros mundos a través de las tupidas líneas de los capítulos.
En cuanto se acercan las vacaciones, el Buen Lector se da una vuelta por las librerías, hojea, olfatea, se lo piensa, vuelve al día siguiente y compra; en su casa saca de las estanterías volúmenes aún intactos y los alinea entre los sujetalibros de su escritorio.
Es la época en que el alpinista sueña con la montaña que pronto escalará, y también el Buen Lector elige su montaña para dejarse la piel en ella. Por poner un ejemplo, se trata de uno de los grandes novelistas del siglo XIX, del que nunca podrá decirse que se haya leído todo, o cuyas lecturas hechas en épocas y edades dispares dejaron unos recuerdos demasiado confusos. Este verano, por fin, el Buen Lector está decidido a leer de verdad a este autor; quizá no pueda leerlo todo durante las vacaciones, pero en esas semanas atesorará una base inicial de lecturas fundamentales, y después, durante el resto del año, podrá colmar fácilmente y sin prisa sus lagunas. Entonces buscará las obras que pretenda leer en sus versiones originales, si se trata de una lengua que conozca, o si no, en la mejor traducción; prefiere los gruesos volúmenes de las ediciones de obras completas pero no desdeña los libros de bolsillo, más apropiados para leer en la playa, bajo los árboles o en el autocar. Añade algún buen ensayo o quizá un buen epistolario: tendrá compañía asegurada durante las vacaciones. Podrá granizar todo el tiempo. Los compañeros de viaje podrán resultar odiosos, los mosquitos podrán no darle tregua y la comida ser incomestible: las vacaciones no habrán sido en vano y el Buen Lector regresará enriquecido de un nuevo mundo fantástico.
Se entiende que esto no es más que el plato principal, luego habrá que pensar en la guarnición. Están las últimas novedades editoriales de las que el Buen lector quiere ponerse al día, así como las nuevas publicaciones en su ramo profesional, y para leerlas es imprescindible aprovechar esos días; y también hay que elegir algún libro de características distintas a todos los demás ya escogidos para variar y tener la posibilidad de frecuentes interrupciones, pausas y cambios de registro. Ahora, el Buen Lector tiene ante sí un plan detalladísimo de lecturas para todas las ocasiones, horas del día y estados de ánimo. Si encuentra una casa de vacaciones, quizá una casa antigua llena de recuerdos de la infancia, ¿puede haber algo más bonito que colocar un libro en cada habitación, uno en el porche, otro en la mesilla de noche, otro en la hamaca?
Es la víspera de la partida. Los libros escogidos son tantos que para transportarlos necesitaría un baúl. Comienza la labor de limpieza: “en cualquier caso éste no lo iba a leer, éste es demasiado pesado, éste no es urgente”, y la montaña de libros se desmorona, se reduce a la mitad, a un tercio. De este modo, el buen Lector se encuentra con una selección de lecturas esenciales que darán lustre a sus vacaciones. Después de hacer las maletas, todavía se quedan fuera algunos volúmenes. El programa acaba reducido a unas pocas lecturas pero todas sustanciosas: estas vacaciones serán una etapa importante en la evolución espiritual del Buen Lectura.
Los días empiezan a pasar deprisa. El Buen Lector se halla en excelente forma para hacer deporte y acumula energías a fin de alcanzar la condición física ideal para leer. Pero después de comer le entra tanto sueño que se queda dormido toda la tarde. Hay que hacer algo y para ello es de gran ayuda la compañía, que este año es insólitamente agradable. El Buen Lector hace muchas amistades y se pasa mañana y tarde en barca, de excursión y al anochecer se va de juerga hasta muy tarde. Por supuesto, para leer se requiere soledad: el Buen Lector medita un plan para escabullirse. Alimentar su inclinación por una joven rubia puede ser el mejor camino. Pero con la joven rubia se pasa la mañana jugando al tenis, la tarde jugando a la canasta y la noche bailando. En los momentos de descanso, ella no se calla nunca.
Las vacaciones han terminado. El Buen Lector vuelve a colocar los libros intactos en la maleta, piensa en el otoño, en el invierno, en los rápidos y cortos cuartos de hora que dedicará a la lectura antes de dormirse, antes de salir corriendo a la oficina, en el tranvía, en la sala de espera del dentista…  



Tomado de: Mundo escrito y mundo no escrito
Autor: Italo Calvino
Ediciones Siruela
2006



Italo Calvino: Nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio. 
Con la lúcida mirada que le convirtió en uno de los escritores más destacados del siglo XX, Calvino indaga en el presente a través de sus propias experiencias en la Resistencia, en la posguerra o desde una observación incisiva del mundo contemporáneo; trata el pasado como una genealogía fabulada del hombre actual y convierte en espacios narrativos la literatura, la ciencia y la utopía.

lunes, 6 de mayo de 2013

El Maestro y su oficio


EL MAESTRO Y SU OFICIO



Alonso Takahashi

El oficio del maestro es enseñar.
Enseñar es señalar, indicar la ruta.
Hay que dar a los alumnos
la oportunidad de transitar su propio camino
y encontrar las cosas por sí mismos.
Cada vez que entregamos a un alumno
un conocimiento ya elaborado y decantado,
le estamos quitando la oportunidad de descubirlo.
Lo importante es enseñar a a prender.
En ello entra en juego la memoria y también el olvido.
A menudo el maestro debe olvidar lo que sabe
para que el alumno lo descubra.
Para Heidegger enseñar es más difícil que aprender
porque enseñar significa dejar aprender.
Más aún, el verdadero maestro
no deja aprender “nada más que el aprender”
por esto también su obrar produce a menudo
la impresión de que propiamente no se aprende nada de él,
si por “aprender” se entiende
nada más que la obtención de conocimientos útiles.
Lo esencial en el aprendizaje no es el producto sino el proceso.
Lo mismo ocurre con la creación de conocimiento.
Leibniz decía que las fuentes de la invención
son más interesantes que las invenciones mismas.
Las ideas deben nacer en la mente del alumno, sostenía Sócrates.
El aprendizaje no debe ser pasivo.

Tomado de: El Juego y el Arte de Ser…humano
Autora: Marta Inés Tirado Gallego
Universidad de Antioquia
1998

lunes, 22 de abril de 2013

El país de los cuentos perdidos. Gabriel García de Oro


El país de los cuentos perdidos


Existe un país lejano, en donde descansa el viento, y en el que pasa algo extraño: nunca nadie está contento.
Los niños pasan las horas diciendo de cualquier juego: --No quiero jugar ahora, ni tendré más ganas luego.
En este país pequeño sucedió algo muy terrible.
Se quedó algo desnudo el cielo pues el sol se hizo invisible.

Y la gente dice a voces:
--Nuestro sol ya no calienta.
Los días parecen noches, negras noches de tormenta.
Entre todo aquel tumulto, dijo un anciano a la gente: --Si bien no soy muy astuto, sé por qué el sol está ausente.

--Auque tengo ochenta años, aún no he escuchado la risa de un niño despreocupado que juega a cazar la brisa.
¿Quién puede ver cien gigantes donde sólo hay un molino?
Quién surca los siete mares en busca de su destino?

Y la gente vio muy claro que su sol se había ido porque ya estaba cansado de un país tan aburrido.

Pero una niña en falda.
Quiere que su sol regrese, sentir la luz en la cara y que su calor la bese.

Deja esta nota a sus padres:  “Quiero traer el sol conmigo y con él hacer las paces.  Voy a ver si lo consigo.”

“Que la noche a mí me asusta.
Me asusta que venga el coco, los fantasmas y las brujas que quieren que duerma poco.”
Y así da comienzo el viaje, pensando encontrar respuesta.
“Tal vez el sol me acompañe si lo pongo en una cesta.”
Y entonces caen unas gotas, gotas de una lluvia fuerte.  Además el viento sopla.  ¡Ay, pobre, qué mala suerte!
En medio de aquel diluvio, brilla la luz de una casa.
¡Ojalá le den refugio mientras esta lluvia para!

Caladita hasta los huesos, llama a la puerta impaciente, y un monstruo muy grande y feo la invita a un plato caliente.
Aunque ella se asusta un poco, pasa y se toma un bocado, pues ve en la cara del ogro que no es feroz ni malvado.

Como si se trataran, casi de toda la vida, el monstruo y la niña cenan.
¡Qué rica está la comida!
Y a su nuevo compañero ella le cuenta su historia.
--¡Ay!, que el sol es un recuerdo que huye de nuestra memoria.
--Como a una lámpara vieja, tal vez fallen sus bombillas.
Tal vez arreglarse pueda si me pongo de puntillas.

El monstruo dice enfadado: -No me cuentes ya más chistes, que si se ha  fundido el faro es por nuestros cuentos tristes.
-Mira, si no, cómo acaban.
No despierta la Durmiente, no son príncipes las ranas y Pinocho siempre miente.
Meter Pan, auque lo intente, no consigue alzar el vuelo y nunca jamás se eleva ni un solo palmo del suelo.

-Basta ya de tonterías.
Es hora de ir a la cama para contar ovejitas mientras el sueño nos llama.
El monstruo se va a su cuarto, pero ella no está cansada.
Al final, después de un rato, abre una puerta cerrada.
Allí dentro hay muchos cuentos.
“¿Quién los puede haber robado?”
Mientras los está leyendo, la pilla el monstruo enfadado.
-Ahora sabes mi secreto.
No hay ningún cuento bonito.
Yo los vuelvo todos feos pues los finales les quito.
-Y me has enfadado tanto que serás mi prisionera.
Vuelvo a ser un monstruo malo, una peligrosa fiera.

La niña llora de pena.
El monstruo oye sus lamentos y es entonces cuando piensa: “¿Dónde están mis sentimientos?”
“Qué si yo robé los cuentos fue para sacar la espina de esta vida de ogro feo y hallar a mi hada madrina.”

“En esa niña inocente conseguí por un segundo tener lo que quise siempre: un amigo en este mundo.”

Así, el monstruo arrepentido toma en un solo momento el más bello de sus libros y cuenta a la niña un cuento.

Empieza a encenderse el cielo mientras ese cuento avanza, y rebotan como el eco dos mil rayos que el sol lanza.
-De la pena haremos oro  -grita ella dando un salto-.
Si estos cuentos tan hermosos tú nos recitas bien alto.
-Yo no puedo ir con vosotros  -él contesta con llanto-.
¿No ves que soy sólo un ogro que al verme hasta yo me espanto?
Ella besa su mejilla y dice una gran verdad:
-No hay belleza más bonita que la que da la amistad.

El monstruo emprende el camino y la niña le acompaña.
Los dos andan bajo el brillo de una preciosa mañana.

Cuentan los cuentos antiguos que hasta el viento está parado si antes el monstruo no ha dicho:
-Este cuento se ha acabado.

Autor: Gabriel García de Oro
Ilustraciones: Purificación Hernández
edebé, 2003





Gabriel García de Oro:
Aquí http://www.gabrielgarciadeoro.com podrás encontrar toda la información de los títulos que he publicado. La verdad es que no sé muy bien qué  contar acerca de mí, supongo que lo importante, lo que realmente me define lo suficiente como para conocerme, lo encontrarás en mis libros. 
    Sin embargo, aquí va una pequeña autobiografía en pocas palabras, la que uso hasta el momento cuando una editorial me dice... “escribe cuatro cosas acerca de ti”.    
Nací en Barcelona, un 12 de julio de 1976. Hacía mucho calor pero no me acuerdo.
    Estudié filosofía y a pesar de que es la carrera con el índice más alto de abandonos, conseguí terminarla. Aunque eso no me convierte en un filósofo. 
    Decidí trabajar en publicidad. Y ahí sigo. Actualmente trabajo como creativo en OgilvyOne (marketing directo, relacional e interactivo). Lo más difícil de mi trabajo no es tener buenas ideas, es convencer a los demás que lo son. 
    Escribo porque no puedo dejar de hacerlo. Es como un ataque de tos pero más silencioso.

"Elegía a `Desquite´". Gonzalo Arango


“Elegía a `Desquite´”

Sí, nada más que una rosa, pero de sangre. Y bien roja como a él le gustaba: roja, liberal y asesina. Porque él era un malhechor, un poeta de la muerte. Hacía del crimen una de las más bellas artes. Mataba, se desquitaba, lo mataron. Se llamaba “Desquite”. De tanto huir había olvidado su verdadero nombre. O de tanto matar había terminado por odiarlo.
Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir sin duda, pero no más que los bandidos del poder.
Al ver en los diarios su cadáver acribillado, uno descubría en su rostro cierta decencia, una autenticidad, la del perfecto bandido: flaco, nervioso, alucinado, un místico del terror. O sea, la dignidad de un bandolero que no quería ser sino eso: bandolero. Pero lo era con toda el alma, con toda la ferocidad de su alma enigmática, de su satanismo devastador.
Con un ideal, esa fuerza tenebrosa invertida en el crimen, se habría podido encarnar en un líder al estilo Bolívar, Zapata, o Fidel Castro.
Sin ningún ideal, no pudo ser sino un asesino que mataba por matar. Pero este bandido tenía cara de no serlo. Quiero decir, había un hálito de pulcritud en su cadáver, de limpieza. No dudo que tal vez bajo otro cielo que no fuera el siniestro cielo de su patria, este bandolero habría podido ser un misionero, o un auténtico revolucionario.
Siempre me pareció trágico el destino de ciertos hombres que equivocaron su camino, que perdieron la posibilidad de dirigir la Historia, o su propio Destino.
“Desquite” era uno de esos: era uno de los colombianos que más valía: 160 mil pesos. Otros no se venden tan caro, se entregan por un voto. “Desquite” no se vendió. Lo que valía lo pagaron después de muerto, al delator. Esa fiera no cabía en ninguna jaula. Su odio era irracional, ateo, fiero, y como una fiera tenía que morir: acorralado.
Aún después de muerto, los soldados temieron acercársele por miedo a su fantasma. Su leyenda roja lo había hecho temible, invencible.
No me interesa la versión que de este hombre dieron los comandos militares. Lo que me interesa de él es la imagen que hay detrás del espejo, la que yacía oculta en el fondo oscuro y enigmático de su biología.
¿Quién era en verdad?
Su filosofía, por llamarla así, eran la violencia y la muerte. Me habría gustado preguntarle en qué escuela se la enseñaron. El habría dicho: Yo no tuve escuela, la aprendí en la violencia, a los 17 años. Allá hice mis primeras letras, mejor dicho, mis primeras armas.
Con razón... Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por defender en Colombia: la vida.
En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar para vivir (no vivir para matar). Sólo le enseñaron esta lección amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre.
Yo, un poeta, en las mismas circunstancias de opresión, miseria, miedo y persecución, también habría sido bandolero. Creo que hoy me llamaría “General Exterminio”.
Por eso le hago esta elegía a “Desquite”, porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces asesina.
¿Estoy contento de que lo hayan matado?
Sí.
Y también estoy muy triste.
Porque vivió la vida que no merecía, porque vivió muriendo, errante y aterrado, despreciándolo todo y despreciándose a sí mismo, pues no hay crimen más grande que el desprecio a uno mismo.
Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía más culpa, ni más remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: toda la sociedad.
¿Tendrá alguna relación con él aquello de que la libertad es el terror?
Un poco sí. Pero, ¿era culpable realmente? Sí, porque era libre de elegir el asesinato y lo eligió. Pero también era inocente en la medida en que el asesinato lo eligió a él.
Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa de sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo la posibilidad de serlo. Los otros siete mataron al asesino que fue.
¿Qué le dirá a Dios este bandido?
Nada que Dios no sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos porque la sociedad en que nacieron les negó el derecho a ser hombres.
Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas de su patria.
Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios eligiendo las víctimas entre inocentes.
Entonces, ¿adónde irá Desquite?
Pues a la tierra que manchó con su sangre y la de sus víctimas. La tierra, que no es vengativa, lo cubrirá de cieno, silencio y olvido.
Los campesinos y los pájaros podrán ahora dormir sin zozobra. El hombre que erraba por las montañas como un condenado, ya no existe.
Los soldados que lo mataron en cumplimiento del deber le capturaron su arma en cuya culata se leía una inscripción grabada con filo de puñal. Sólo decía: “Esta es mi vida”.
Nunca la vida fue tan mortal para un hombre.
Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?
Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.

Tomado de: Prosas para leer en la silla eléctrica
INTERMEDIO, 2000


Gonzalo Arango: Escritor colombiano (1931-1976)
“Nací en Andes, un pueblo sin gloria que se hará famoso por mi nacimiento hace 30 años y muchos meses.
No soy casado porque tengo fe en que el amor durará toda la vida, y porque amar es mi manera de ser libre.  Soy hostil al amor comprometido y a la literatura comprometida, pues en ambos casos la belleza pierde su independencia.
No tengo títulos, ni menciones de honor.  Estuve a punto de ser abogado, pero cierta inclinación a torcerlo todo me desvío del Derecho.  La línea de mi vida, según los astros, es curva, difícil, y que conduce a la gloria.
Salí del inmenso anonimato fundando el Dadaísmo para restituir a la Nada su condición rebelde, y a mi una razón de vivir entre los signos apocalípticos y nihilistas de mi tiempo.  Pienso que la sociedad en sus períodos de crisis levanta mitos para no dejar hundir el prestigio del Espíritu”.

Mente y músculo. Héctor Abad Faciolince


MENTE Y MUSCULO



La escritura une y separa. Nos une incluso –y muy íntimamente- con escritores que murieron hace siglos. “Vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos”, dijo bellamente Quevedo. Pero al mismo tiempo la escritura pone siempre una distancia, aun entre coterráneos contemporáneos. En la lectura, emisor  y destinatario están separados. El libro los separa en el tiempo y en el espacio. La relación entre escritor y lector es, como dice Barthes, in abstemia, algo inconcebible en la comunicación oral.

Esta separación exige una mayor concentración. En quien escribe, puesto que quiere hacerse entender completamente y sabe que no podrá dar explicaciones complementarias. En quien lee, pues sabe que no podrá solicitar –salvo raras excepciones- ninguna aclaración. Esto le da a las palabras, escritas y leídas, una mayor intensidad.

De alguien muy concentrado en las palabras de un libro suele decirse que está sumergido en la lectura. El lector, en efecto, cuando se hunde en una narración, en un pensamiento, sabe que el mundo exterior se aleja, que los ruidos llegan mitigados, la realidad inmediata pierde presencia y consistencia, como si se esfumara para dar paso a otro mundo. Cuando un escritor escribe, siente algo similar con respecto a la realidad circundante.

Es cierto: uno también puede hundirse en una película, en una partida de ajedrez, en la contemplación de un cuadro o de una cara, en las notas de una sinfonía. La lectura forma parte de ese puñado de experiencias estáticas o intelectuales que ocupan la mejor parte de nuestra vida. Son intensos paréntesis que nos sustraen de las diligencias cotidianas. Cuando las personas llegan a la saturación de las repetitivas experiencias superficiales (y eso es lo que ofrece, por lo general, la vida contemporánea), tienen la opción maravillosa de sumergirse en las honduras de la experiencia artística. Aprender a disfrutar del arte, de las ideas o en general de las grandes elaboraciones del pensamiento es aprender a escapar de lo superficial, de lo frívolo, de lo mecánico, de lo tedioso, de lo repetitivo. También de lo triste. Por eso este aprendizaje es importante emprenderlo desde pequeños.

La lectura requiere entrenamiento. Y no solamente el entrenamiento mental de lograr concentrarse, de dejarse llevar por el hilo de un pensamiento o de una narración ajena, sino también entrenamiento muscular. Sí, literalmente: los músculos oculares se desacostumbran al trabajo de convergencia de la vista sobres las letras, al movimiento lateral de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Las personas que no leen o que han dejado de leer por mucho tiempo tienen dificultad, no solamente para entender, sino también para mantener el ritmo. Se cansan rápido, les arden los ojos, les da sueño. Hay una muy poco estudiada –que yo sepa- fisiología de la lectura. Hay lectores maratónicos, capaces de horas y horas de forcejeo con las páginas y lectores tullidos, con los ojos cansados después del primer párrafo. El que deja de leer sufre dos atrofias: mental y muscular.


Tomado de: Las formas de la pereza
Autor: Héctor Abad Faciolince
AGUILAR, 2007





Héctor Abad Faciolince: (1958)
Nació en Medellín, Colombia.  Entre sus novelas están Asuntos de un hidalgo disoluto (Alfaguara, 2000), Fragmentos de un amor furtivo (Alfaguara, 1998), (Punto de lectura, 2003), Basura (Premio Casa de América de narrativa innovadora), (Punto de Lectura, 2005) y Angosta (mejor novela extranjera publicada en China en 2005).  Ha publicado también un libro de ensayos breves, Palabras sueltas, y otro de género incierto, Tratado de culinaria para mujeres tristes (Alfaguara, 1997), (Punto de lectura 2002).  Su último libro de narrativa, El olvido que seremos, ha sido muy bien  recibido por la crítica  y el público en general.

El origen del mundo. Eduardo Galeano


“EL ORIGEN DEL MUNDO”



Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa Beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.

Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones.
- Pero papá -le dijo Joseph, llorando-. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?
- Tonto -dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto- Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

Eduardo Galeano


Tomado de: El libro de los abrazos
INTERMEDIO, 2000


Eduardo Germán maría Hughes Galeano: (Montevideo, 3 de septiembre de 1940), conocido como Eduardo Galeano, es un periodista y escritor uruguayo, ganador del premio Stig Dagerman. Está considerado como uno de los más destacados escritores de la literatura latinoamericana.
Sus libros más conocidos,Memoria del fuego (1986) yLas venas abiertas de América Latina(1971), han sido traducidos a veinte idiomas. Sus trabajos trascienden géneros ortodoxos, combinando documental, ficción, periodismo, análisis político e historia.