lunes, 22 de abril de 2013

El país de los cuentos perdidos. Gabriel García de Oro


El país de los cuentos perdidos


Existe un país lejano, en donde descansa el viento, y en el que pasa algo extraño: nunca nadie está contento.
Los niños pasan las horas diciendo de cualquier juego: --No quiero jugar ahora, ni tendré más ganas luego.
En este país pequeño sucedió algo muy terrible.
Se quedó algo desnudo el cielo pues el sol se hizo invisible.

Y la gente dice a voces:
--Nuestro sol ya no calienta.
Los días parecen noches, negras noches de tormenta.
Entre todo aquel tumulto, dijo un anciano a la gente: --Si bien no soy muy astuto, sé por qué el sol está ausente.

--Auque tengo ochenta años, aún no he escuchado la risa de un niño despreocupado que juega a cazar la brisa.
¿Quién puede ver cien gigantes donde sólo hay un molino?
Quién surca los siete mares en busca de su destino?

Y la gente vio muy claro que su sol se había ido porque ya estaba cansado de un país tan aburrido.

Pero una niña en falda.
Quiere que su sol regrese, sentir la luz en la cara y que su calor la bese.

Deja esta nota a sus padres:  “Quiero traer el sol conmigo y con él hacer las paces.  Voy a ver si lo consigo.”

“Que la noche a mí me asusta.
Me asusta que venga el coco, los fantasmas y las brujas que quieren que duerma poco.”
Y así da comienzo el viaje, pensando encontrar respuesta.
“Tal vez el sol me acompañe si lo pongo en una cesta.”
Y entonces caen unas gotas, gotas de una lluvia fuerte.  Además el viento sopla.  ¡Ay, pobre, qué mala suerte!
En medio de aquel diluvio, brilla la luz de una casa.
¡Ojalá le den refugio mientras esta lluvia para!

Caladita hasta los huesos, llama a la puerta impaciente, y un monstruo muy grande y feo la invita a un plato caliente.
Aunque ella se asusta un poco, pasa y se toma un bocado, pues ve en la cara del ogro que no es feroz ni malvado.

Como si se trataran, casi de toda la vida, el monstruo y la niña cenan.
¡Qué rica está la comida!
Y a su nuevo compañero ella le cuenta su historia.
--¡Ay!, que el sol es un recuerdo que huye de nuestra memoria.
--Como a una lámpara vieja, tal vez fallen sus bombillas.
Tal vez arreglarse pueda si me pongo de puntillas.

El monstruo dice enfadado: -No me cuentes ya más chistes, que si se ha  fundido el faro es por nuestros cuentos tristes.
-Mira, si no, cómo acaban.
No despierta la Durmiente, no son príncipes las ranas y Pinocho siempre miente.
Meter Pan, auque lo intente, no consigue alzar el vuelo y nunca jamás se eleva ni un solo palmo del suelo.

-Basta ya de tonterías.
Es hora de ir a la cama para contar ovejitas mientras el sueño nos llama.
El monstruo se va a su cuarto, pero ella no está cansada.
Al final, después de un rato, abre una puerta cerrada.
Allí dentro hay muchos cuentos.
“¿Quién los puede haber robado?”
Mientras los está leyendo, la pilla el monstruo enfadado.
-Ahora sabes mi secreto.
No hay ningún cuento bonito.
Yo los vuelvo todos feos pues los finales les quito.
-Y me has enfadado tanto que serás mi prisionera.
Vuelvo a ser un monstruo malo, una peligrosa fiera.

La niña llora de pena.
El monstruo oye sus lamentos y es entonces cuando piensa: “¿Dónde están mis sentimientos?”
“Qué si yo robé los cuentos fue para sacar la espina de esta vida de ogro feo y hallar a mi hada madrina.”

“En esa niña inocente conseguí por un segundo tener lo que quise siempre: un amigo en este mundo.”

Así, el monstruo arrepentido toma en un solo momento el más bello de sus libros y cuenta a la niña un cuento.

Empieza a encenderse el cielo mientras ese cuento avanza, y rebotan como el eco dos mil rayos que el sol lanza.
-De la pena haremos oro  -grita ella dando un salto-.
Si estos cuentos tan hermosos tú nos recitas bien alto.
-Yo no puedo ir con vosotros  -él contesta con llanto-.
¿No ves que soy sólo un ogro que al verme hasta yo me espanto?
Ella besa su mejilla y dice una gran verdad:
-No hay belleza más bonita que la que da la amistad.

El monstruo emprende el camino y la niña le acompaña.
Los dos andan bajo el brillo de una preciosa mañana.

Cuentan los cuentos antiguos que hasta el viento está parado si antes el monstruo no ha dicho:
-Este cuento se ha acabado.

Autor: Gabriel García de Oro
Ilustraciones: Purificación Hernández
edebé, 2003





Gabriel García de Oro:
Aquí http://www.gabrielgarciadeoro.com podrás encontrar toda la información de los títulos que he publicado. La verdad es que no sé muy bien qué  contar acerca de mí, supongo que lo importante, lo que realmente me define lo suficiente como para conocerme, lo encontrarás en mis libros. 
    Sin embargo, aquí va una pequeña autobiografía en pocas palabras, la que uso hasta el momento cuando una editorial me dice... “escribe cuatro cosas acerca de ti”.    
Nací en Barcelona, un 12 de julio de 1976. Hacía mucho calor pero no me acuerdo.
    Estudié filosofía y a pesar de que es la carrera con el índice más alto de abandonos, conseguí terminarla. Aunque eso no me convierte en un filósofo. 
    Decidí trabajar en publicidad. Y ahí sigo. Actualmente trabajo como creativo en OgilvyOne (marketing directo, relacional e interactivo). Lo más difícil de mi trabajo no es tener buenas ideas, es convencer a los demás que lo son. 
    Escribo porque no puedo dejar de hacerlo. Es como un ataque de tos pero más silencioso.

"Elegía a `Desquite´". Gonzalo Arango


“Elegía a `Desquite´”

Sí, nada más que una rosa, pero de sangre. Y bien roja como a él le gustaba: roja, liberal y asesina. Porque él era un malhechor, un poeta de la muerte. Hacía del crimen una de las más bellas artes. Mataba, se desquitaba, lo mataron. Se llamaba “Desquite”. De tanto huir había olvidado su verdadero nombre. O de tanto matar había terminado por odiarlo.
Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir sin duda, pero no más que los bandidos del poder.
Al ver en los diarios su cadáver acribillado, uno descubría en su rostro cierta decencia, una autenticidad, la del perfecto bandido: flaco, nervioso, alucinado, un místico del terror. O sea, la dignidad de un bandolero que no quería ser sino eso: bandolero. Pero lo era con toda el alma, con toda la ferocidad de su alma enigmática, de su satanismo devastador.
Con un ideal, esa fuerza tenebrosa invertida en el crimen, se habría podido encarnar en un líder al estilo Bolívar, Zapata, o Fidel Castro.
Sin ningún ideal, no pudo ser sino un asesino que mataba por matar. Pero este bandido tenía cara de no serlo. Quiero decir, había un hálito de pulcritud en su cadáver, de limpieza. No dudo que tal vez bajo otro cielo que no fuera el siniestro cielo de su patria, este bandolero habría podido ser un misionero, o un auténtico revolucionario.
Siempre me pareció trágico el destino de ciertos hombres que equivocaron su camino, que perdieron la posibilidad de dirigir la Historia, o su propio Destino.
“Desquite” era uno de esos: era uno de los colombianos que más valía: 160 mil pesos. Otros no se venden tan caro, se entregan por un voto. “Desquite” no se vendió. Lo que valía lo pagaron después de muerto, al delator. Esa fiera no cabía en ninguna jaula. Su odio era irracional, ateo, fiero, y como una fiera tenía que morir: acorralado.
Aún después de muerto, los soldados temieron acercársele por miedo a su fantasma. Su leyenda roja lo había hecho temible, invencible.
No me interesa la versión que de este hombre dieron los comandos militares. Lo que me interesa de él es la imagen que hay detrás del espejo, la que yacía oculta en el fondo oscuro y enigmático de su biología.
¿Quién era en verdad?
Su filosofía, por llamarla así, eran la violencia y la muerte. Me habría gustado preguntarle en qué escuela se la enseñaron. El habría dicho: Yo no tuve escuela, la aprendí en la violencia, a los 17 años. Allá hice mis primeras letras, mejor dicho, mis primeras armas.
Con razón... Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por defender en Colombia: la vida.
En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar para vivir (no vivir para matar). Sólo le enseñaron esta lección amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre.
Yo, un poeta, en las mismas circunstancias de opresión, miseria, miedo y persecución, también habría sido bandolero. Creo que hoy me llamaría “General Exterminio”.
Por eso le hago esta elegía a “Desquite”, porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces asesina.
¿Estoy contento de que lo hayan matado?
Sí.
Y también estoy muy triste.
Porque vivió la vida que no merecía, porque vivió muriendo, errante y aterrado, despreciándolo todo y despreciándose a sí mismo, pues no hay crimen más grande que el desprecio a uno mismo.
Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía más culpa, ni más remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: toda la sociedad.
¿Tendrá alguna relación con él aquello de que la libertad es el terror?
Un poco sí. Pero, ¿era culpable realmente? Sí, porque era libre de elegir el asesinato y lo eligió. Pero también era inocente en la medida en que el asesinato lo eligió a él.
Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa de sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo la posibilidad de serlo. Los otros siete mataron al asesino que fue.
¿Qué le dirá a Dios este bandido?
Nada que Dios no sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos porque la sociedad en que nacieron les negó el derecho a ser hombres.
Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas de su patria.
Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios eligiendo las víctimas entre inocentes.
Entonces, ¿adónde irá Desquite?
Pues a la tierra que manchó con su sangre y la de sus víctimas. La tierra, que no es vengativa, lo cubrirá de cieno, silencio y olvido.
Los campesinos y los pájaros podrán ahora dormir sin zozobra. El hombre que erraba por las montañas como un condenado, ya no existe.
Los soldados que lo mataron en cumplimiento del deber le capturaron su arma en cuya culata se leía una inscripción grabada con filo de puñal. Sólo decía: “Esta es mi vida”.
Nunca la vida fue tan mortal para un hombre.
Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?
Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.

Tomado de: Prosas para leer en la silla eléctrica
INTERMEDIO, 2000


Gonzalo Arango: Escritor colombiano (1931-1976)
“Nací en Andes, un pueblo sin gloria que se hará famoso por mi nacimiento hace 30 años y muchos meses.
No soy casado porque tengo fe en que el amor durará toda la vida, y porque amar es mi manera de ser libre.  Soy hostil al amor comprometido y a la literatura comprometida, pues en ambos casos la belleza pierde su independencia.
No tengo títulos, ni menciones de honor.  Estuve a punto de ser abogado, pero cierta inclinación a torcerlo todo me desvío del Derecho.  La línea de mi vida, según los astros, es curva, difícil, y que conduce a la gloria.
Salí del inmenso anonimato fundando el Dadaísmo para restituir a la Nada su condición rebelde, y a mi una razón de vivir entre los signos apocalípticos y nihilistas de mi tiempo.  Pienso que la sociedad en sus períodos de crisis levanta mitos para no dejar hundir el prestigio del Espíritu”.

Mente y músculo. Héctor Abad Faciolince


MENTE Y MUSCULO



La escritura une y separa. Nos une incluso –y muy íntimamente- con escritores que murieron hace siglos. “Vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos”, dijo bellamente Quevedo. Pero al mismo tiempo la escritura pone siempre una distancia, aun entre coterráneos contemporáneos. En la lectura, emisor  y destinatario están separados. El libro los separa en el tiempo y en el espacio. La relación entre escritor y lector es, como dice Barthes, in abstemia, algo inconcebible en la comunicación oral.

Esta separación exige una mayor concentración. En quien escribe, puesto que quiere hacerse entender completamente y sabe que no podrá dar explicaciones complementarias. En quien lee, pues sabe que no podrá solicitar –salvo raras excepciones- ninguna aclaración. Esto le da a las palabras, escritas y leídas, una mayor intensidad.

De alguien muy concentrado en las palabras de un libro suele decirse que está sumergido en la lectura. El lector, en efecto, cuando se hunde en una narración, en un pensamiento, sabe que el mundo exterior se aleja, que los ruidos llegan mitigados, la realidad inmediata pierde presencia y consistencia, como si se esfumara para dar paso a otro mundo. Cuando un escritor escribe, siente algo similar con respecto a la realidad circundante.

Es cierto: uno también puede hundirse en una película, en una partida de ajedrez, en la contemplación de un cuadro o de una cara, en las notas de una sinfonía. La lectura forma parte de ese puñado de experiencias estáticas o intelectuales que ocupan la mejor parte de nuestra vida. Son intensos paréntesis que nos sustraen de las diligencias cotidianas. Cuando las personas llegan a la saturación de las repetitivas experiencias superficiales (y eso es lo que ofrece, por lo general, la vida contemporánea), tienen la opción maravillosa de sumergirse en las honduras de la experiencia artística. Aprender a disfrutar del arte, de las ideas o en general de las grandes elaboraciones del pensamiento es aprender a escapar de lo superficial, de lo frívolo, de lo mecánico, de lo tedioso, de lo repetitivo. También de lo triste. Por eso este aprendizaje es importante emprenderlo desde pequeños.

La lectura requiere entrenamiento. Y no solamente el entrenamiento mental de lograr concentrarse, de dejarse llevar por el hilo de un pensamiento o de una narración ajena, sino también entrenamiento muscular. Sí, literalmente: los músculos oculares se desacostumbran al trabajo de convergencia de la vista sobres las letras, al movimiento lateral de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Las personas que no leen o que han dejado de leer por mucho tiempo tienen dificultad, no solamente para entender, sino también para mantener el ritmo. Se cansan rápido, les arden los ojos, les da sueño. Hay una muy poco estudiada –que yo sepa- fisiología de la lectura. Hay lectores maratónicos, capaces de horas y horas de forcejeo con las páginas y lectores tullidos, con los ojos cansados después del primer párrafo. El que deja de leer sufre dos atrofias: mental y muscular.


Tomado de: Las formas de la pereza
Autor: Héctor Abad Faciolince
AGUILAR, 2007





Héctor Abad Faciolince: (1958)
Nació en Medellín, Colombia.  Entre sus novelas están Asuntos de un hidalgo disoluto (Alfaguara, 2000), Fragmentos de un amor furtivo (Alfaguara, 1998), (Punto de lectura, 2003), Basura (Premio Casa de América de narrativa innovadora), (Punto de Lectura, 2005) y Angosta (mejor novela extranjera publicada en China en 2005).  Ha publicado también un libro de ensayos breves, Palabras sueltas, y otro de género incierto, Tratado de culinaria para mujeres tristes (Alfaguara, 1997), (Punto de lectura 2002).  Su último libro de narrativa, El olvido que seremos, ha sido muy bien  recibido por la crítica  y el público en general.

El origen del mundo. Eduardo Galeano


“EL ORIGEN DEL MUNDO”



Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa Beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.

Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones.
- Pero papá -le dijo Joseph, llorando-. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?
- Tonto -dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto- Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

Eduardo Galeano


Tomado de: El libro de los abrazos
INTERMEDIO, 2000


Eduardo Germán maría Hughes Galeano: (Montevideo, 3 de septiembre de 1940), conocido como Eduardo Galeano, es un periodista y escritor uruguayo, ganador del premio Stig Dagerman. Está considerado como uno de los más destacados escritores de la literatura latinoamericana.
Sus libros más conocidos,Memoria del fuego (1986) yLas venas abiertas de América Latina(1971), han sido traducidos a veinte idiomas. Sus trabajos trascienden géneros ortodoxos, combinando documental, ficción, periodismo, análisis político e historia.