Fragmento "En la diestra de Dios padre"
I
Éste
dizque era un hombre que se llamaba Peralta.
Vivía en un pajarote muy grande y muy viejo, en el camino real y
afuerita de un pueblo donde vivía el Rey.
No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy
aburrida.
No
había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él
lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba los muertos; se
quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres;
y por esos era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el
diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la
casa. ¿Qué te ganás, hombre de Dios? –Le
decía la hermana-, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás
jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre, casáte pa que tengás hijos a
quién mantener. –Calle la boca,
hermanita, y no diga disparates. Yo no
necesito de hijos, ni de mujer, ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién
servir. Mi familia son los prójimos-.
II
Estaba
un día Peralta solo en grima en la dichosa casa, haciendo los montoncitos de
plata para repartir, cuando ¡tun, tun!
En la puerta.
Fue
a abrir y ¡mi amo de mi vida!, ¡qué escarramán tan horrible!
¡Era
la muerte, que venía por él! Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano
derecha la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo, y tan brillosa y
cortadora que se enfriaba uno hasta el cuajo de ver aquello. Traía en la otra mano un manojito de pelos
que parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta. Cada rato sacaba un pelo y lo cortaba en el
aire.
-Vengo
por vos- le dijo a Peralta.
-Bueno-
le contestó éste-, pero tenés que darme un placito pa confesarme y hacer
testamento. –Con tal que no sea mucho
–contestó la Muerte
de mal humor –porque ando de afán. –Date
por ai una güeltecita- le dijo Peralta- mientras yo me arreglo; si te parece,
entretenéte aquí viendo el pueblo que tiene muy bonita divisa. Mirá aquel aguacatillo tan alto, trepáte a él
pa que divisés a tu gusto.
La
muerte, que es muy ágil, dio un brinco y se monto en una horqueta del
aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar.
Dáte
descanso, viejita, hasta que a yo me dé la gana –le dijo Peralta-, que ni
Cristo con toda su pionada te baja de esa horqueta.
Peralta
cerró la puerta, y tomó el tole de siempre.
Pasaban las semanas, y pasaban los meses, y pasó un año. Vivieron las virgüelas castellanas; vino el
sarampión y tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso
y el tabardillo, y nadie se moría.
Vivieron las pestes en toítos los animales: pues, tampoco se murieron.
Al
comienzo de la cosa echaron mucha bambolla los dotores con todo lo que sabían;
pero luego la gente fue colando en malicia que eso no pendía de los dotores
sino de algotra cosa. El cura y el
sacristán y el sepulturero pasaron hambres de perro, porque ni un entierrito,
ni la abierta de una sola sepultura güelieron en esos días.
Los
hijos de taitas viejos y ricos se los comía la incomodidá de ver a los
viejorros comiendo arepa, y que no les
entraba la muerte por ningún lao. Lo
mismo les sucedía a los sobrinos con los tíos solteros y acaudalados, y los
maridos, casaos con mujer vieja y fea, se revestían de una injuría, viendo la
viejorra tan morocha, habiendo por ai mozas tan bonitas con qué reponerla. De todas partes venían correos a preguntar si
en el pueblo se morían los cristianos.
Aquello se volvió una bajatola y una confundición tan horrible, como si
al mundo le hubiera entrao algún trastorno.
Al fin determinaron todos que era que la Muerte se había muerto, y
ninguno volvió a misa ni a encomendarse a Dios.
Mientras
tanto, en el cielo y en el infierno estaban ofuscaos y confundidos, sin saber
qué sería aquello tan particular. Ni un
alma asomaba las narices por esos laos: aquello era la desocupez más
triste. El Diablo determinó ponerse en
cura de la rasquiña que padecía para ver si mataba el tiempo en algo. San Pedro se moría de la pura aburrición en
la puerta del cielo: se lo pasaba por ai sentaíto en un banco, dormido,
bosteciando y rezando a raticos en un rosario bendecido en Jerusalén.
Autor: Tomás Carrasquilla
Tomado de: Cuentos
Panamericana
Tomás Carrasquilla, nació en Santo Domingo Antioquia el 17 de enero de
1858 y murió en Medellín el 19 de diciembre de 1940. Narrador colombiano cuya obra es una de las
más importantes publicadas en su país en la primera mitad del siglo XX. Por su
origen antioqueño y sus múltiples viajes por las localidades mineras, pudo
novelar distintos aspectos de la historia, la cultura y la idiosincrasia de su
región natal, por lo que se le ha considerado injustamente como folclórico y
costumbrista, pero en realidad su estilo recuerda más bien a la literatura del
Siglo de Oro.
Era hijo de Raúl Carrasquilla Isaza, ingeniero civil, y de
Ecilda Naranjo Moreno, quien enseñaría el amor a las letras a su hijo. Durante
su infancia alternó los estudios en la escuela de su pueblo natal, Santo Domingo,
en Antioquia, con el ambiente de las minas en las que don Raúl trabajaba.