Medio pan y un libro
Federico García Lorca
Queridos paisanos y
amigos
Antes de nada yo debo deciros que no hablo sino que leo. Y no hablo, porque lo mismo le pasaba a
Galdós y, en general, a todos los poetas y escritores nos pasa, estamos
acostumbrados a decir las cosas pronto y de una manera exacta, y parece que la
oratoria es un género en el cual las ideas se diluyen tanto que solo queda una
música agradable, pero lo demás se lo lleva el viento.
Siempre todas mis confesiones son leídas, lo cual indica mucho más
trabajo que hablar, pero al fin y al cabo la expresión es mucho más duradera
porque queda escrita y mucho más firme puesto que puede servir de enseñanza a
las gentes que no oyen o no están presentes aquí.
Tengo un deber de gratitud con este hermoso pueblo donde nací y donde
transcurrió mi dichosa niñez por el inmerecido homenaje de que he sido objeto
al dar mi nombre a la antigua calle de la iglesia. Todos podéis creer que os lo agradezco de
corazón, y que yo cuando en Madrid o en otro sitio me preguntan el lugar de mi
nacimiento, en encuestas periodísticas o en cualquier parte, yo digo que nací
en Fuente Vaqueros para la gloria o la fama que haya de caer en mí caiga
también sobre este simpatiquísimo, sobre este modernísimo, sobre este jugoso y
liberal pueblo de la Fuente. Y sabed todos que yo
inmediatamente hago su elogio como poeta y como hijo de él, porque en toda la Vega de Granada, y no es
pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más rico, ni con más capacidad
emotiva que este pueblito. No quiero
ofender los bellos pueblos de la
Vega de Granada, pero yo tengo ojos en la cara y la
suficiente inteligencia para el elogio de mi pueblo natal.
Está edificado sobre el agua. Por
todas partes cantan las acequias y crecen los altos chopos donde el viento hace sonar sus músicas suaves en el
verano. En su corazón tiene una fuente
que mana sin cesar y por encima de sus
tejados asoman las montañas azules de la Vega , pero lejanas, apartadas, como si no
quisieran que sus rocas llegaran aquí donde una tierra muelle y riquísima hace
florecer toda clase de frutos.
El carácter de sus habitantes es característico entre los pueblos
limítrofes: Un muchacho de Fuente Vaquero se reconoce entre mil. Allí le veréis garboso, con el sombrero echado
hacia atrás, dando manotazos y ágil en la conversación y en la elegancia. Pero será el primero, en el grupo de
forasteros, en admitir una idea moderna o en secundar un movimiento noble.
Una muchacha de la
Fuente la conoceréis entre mil por su sentido de la gracia,
por su viveza, por su afán de elegancia y superación.
Y es que los habitantes de este pueblo tienen sentimientos artísticos
nativos bien palpables en las personas que han nacido de él. Sentimiento artístico y sentido de la alegría
que es tanto como decir sentido de la vida.
Muchas veces he observado que, al entrar en este pueblo, hay como un
clamor, un estreñimiento que mana de la parta más íntima de él. Un clamor, un ritmo que es afán social y
comprensión humana. Yo he recorrido
cientos y cientos de pueblecitos como este, y he podido estudiar en ellos una
melancolía que nace no solamente de la pobreza, sino también de la desesperanza
y de la incultura. Los pueblos que viven
solamente apegados a la tierra tienen únicamente un sentimiento terrible de la
muerte sin que haya nada que eleve hacia días claros de risa y auténtica paz
social.
Fuente Vaqueros tiene ganado eso.
Aquí hay un anhelo de alegría o sea de progreso o sea de vida. Y, por lo tanto, afán artístico, amor a la
belleza y a la cultura.
Yo he visto a muchos hombres de otros campos volver del trabajo a sus
hogares, y llenos de cansancio, se han sentado quietos, como estatuas, a
esperar otro día y otro, con el mismo ritmo, sin que por su alma cruce un
anhelo de saber. Hombres esclavos de la
muerte sin haber vislumbrado siquiera las luces y la hermosura a que llega el
espíritu humano.
Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de
hombres: que hablan, miran, comen, pero están muertos. Más muertos que las piedras y más muertos que
los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el
alma muerta. Muerta como un molino que
no muele, muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un
ansia de liberación, imprescindible en todos los hombres para poderse llamar
así. Este es uno de los problemas,
queridos amigos míos, que más me preocupan en el presente momento.
Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier
índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta
que las personas que él quiere no se encuentren allí. Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi
padre, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve
melancolía. Esta es la melancolía que yo
siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas
las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo
bien de la belleza que es la vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no
tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por
eso estoy aquí honrando y contento, de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la
primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No solo de
pan vive el hombre. Yo, si tuviera
hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría
medio pan y un libro. Y yo ataco desde
aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas
sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales, que es lo que los pueblos
piden a gritos. Bien está que todos los
hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu
humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado,
es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo
mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un
hambriento. Por que un hambriento puede
calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un
hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía
porque son libros, libros, muchos libros que necesita, ¡y dónde están esos
libros?
¡Libros!,
¡Libros! He aquí una palabra mágica que
equivale a decir: amor, amor, y que debían los pueblos pedir como piden o como
anhelan la lluvia para sus sementeras.
Cuando el insigne escritor ruso Fiódor Dostoyevski, padre de la Revolución rusa mucho
más que Lenin, estaba prisionero en la Liberia , alejado del mundo, entre cuatro paredes
y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, pedía socorro en carta a su
lejana familia, solo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que
mi alma no muera!”. Tenia frío y no
pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua, pedía libros, es decir, horizontes,
es decir, escaleras para subir a la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural,
de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del
alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha
dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más valerosos de Europa, que el
lema de la República
debe ser: cultura. Cultura, porque solo
a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el
pueblo lleno de fe, pero falto de luz.
Y no
olvidéis que lo primero de todo es la luz.
Que es la luz obrando sobre unos cuantos individuos lo que hace que los
pueblos vivan y se engrandezcan a cambio de las ideas que nacen en unas cuantas
cabezas privilegiadas, llenas de un amor superior hacia los demás.
¡Por eso
no sabéis qué alegría tan grande me produce el poder inaugurar la biblioteca
pública de Fuente Vaqueros! Una
biblioteca, que es una reunión de libros agrupados y seleccionados, que es una
voz contra la ignorancia; una luz perenne contra la oscuridad.
Nadie se
da cuenta al tener un libro en las manos, el esfuerzo, el dolor, la vigilia, la
sangre que ha costado.
El libro
es, sin disputa, la obra mayor de la humanidad.
Muchas
veces un pueblo está dormido como agua de un estanque en un día sin
viento. Ni el más leve temblor turba la
ternura blanda del agua. Las ranas
duermen en el fondo y los pájaros están inmóviles en las armas que lo
circundan. Pero arrojad de pronto una
piedra. Veréis una explosión de círculos
concéntricos, de ondas redondas que se dilatan atropellándose unas a las otras
y se estrellan contra los bordes. Veréis
un estremecimiento total de agua, un bullir de
ranas en todas direcciones, una inquietud por todas las orillas y hasta
los pájaros que dormían en las ramas umbrosas saltan disparadas en bandas por
todo el aire azul.
Muchas
veces un pueblo duerme como el agua de un estanque en un día sin viento, y un
libro o unos libros pueden estremecerlo
e inquietarle y enseñarle nuevos horizontes de superación y concordia.
¡Y cuánto
esfuerzo ha costado al hombre producir un libro!
¡Y qué
influencia tan grande ejercen, han ejercido y ejercerán en el mundo!
Ya lo dijo
el sagacísimo Voltaire: Todo el mundo civilizado se gobierna por unos cuantos
libros: la Biblia ,
el Corán, las obras de Confucio y de Zoroastro.
Y el alma y el cuerpo, la salud, la libertad y la hacienda se supeditan
y dependen de aquellas grandes obras.
Y yo
añado: todo viene de los libros. La Revolución francesa
sale de la Enciclopedia
y de los libros de Rousseau, y todos los
movimientos actuales, societarios, comunistas y socialistas arrancan de un gran
libro: de El Capital, de Carlos Marx.
Pero antes
de que el hombre pudiese construir libros para difundirlos. ¡qué drama tan
largo y qué lucha ha tenido que sostener! Los primeros hombres hicieron libros
de piedra, es decir, escribieron los signos de sus religiones sobre las
montañas. No teniendo otro modo,
grabaron en las rocas sus anhelos con esta ansia de inmortalidad, de
sobrevivir, que es lo que diferencia al humano de la bestia. Luego emplearon los metales. Aarón, sacerdote milenario de los hebreos,
hermano de Moisés, llevaba una tabla de oro sobre el pecho con inscripciones, y
las obras del poeta griego primitivo Hesíodo, que vio a las nueve musas sobre
las cumbres del monte Helicón, se escribieron sobre láminas de plomo.
Más tarde,
los caldeos y los asirios ya escribieron sus códices y los hechos de su
historia sobre ladrillos, pasando, sobre estos, un punzón antes de que se
secasen. Y tuvieron grandes bibliotecas
de tablas de arcilla, porque ya eran pueblos adelantados, estupendos
astrónomos, los primeros que hicieron altas torres y se dedicaron al estudio de
la bóveda celeste.
Los
egipcios, además de escribir en las palabras de sus prodigiosos templos,
escribieron sobre unas largas tiras vegetales llamadas papiros, que enrollaban.
Aquí
empieza el libro propiamente dicho. Como
Egipto prohibiera la exportación de esta materia vegetal, y deseando las gentes
de la ciudad de Pérgamo tener libros y una biblioteca, se les ocurrió utilizar
las pieles secas de los animales para escribir sobre ellas, y entonces nace el
pergamino, que en poco tiempo venció al papiro y se utiliza ya como única
materia para hacer libros, hasta que se descubre el papel.
Mientras
cuento esto de manera tan breve, no olvidar que entre hecho y hecho hay muchos
siglos; pero el hombre sigue luchando con las uñas, con los ojos, con la
sangre, por eternizar, por difundir, por fijar el pensamiento y la belleza.
Cuando a
Egipto se le ocurre no vender papiros por que los necesitaba o porque no
quiere, ¿quién pasa en Pérgamo noches y años enteros de luchas hasta que se le
ocurre escribir en la piel seca de animal?, ¿qué hombre o qué hombres son estos
que en medio del dolor buscan una materia donde grabar los pensamientos de los
grandes sabios y poetas? No es un hombre ni son cien hombres. Es la humanidad entera la que les empujaba
misteriosamente por detrás.
Entonces,
una vez ya con pergamino, se hace la gran biblioteca de Pérgamo, verdadero foco
de luz en la cultura clásica. Y se
escriben los grandes códices. Diodoro de
Sicilia dice que los libros sagrados de los persas ocupaban en pergaminos nada
menos que mil doscientas pieles de buey.
Toda Roma
escribía en pergaminos. Todas las obras de los grandes poetas latinos, modelos
eternos de profundidad, perfección y hermosura, están escritas sobre pergamino.
Sobre pergaminos brotó el arrebatado lirismo de Virgilio y sobre la misma piel
amarillenta brillan las luces densas de la espléndida palabra del español
Séneca.
Pero
llegamos al papel. Desde la más remota antigüedad el papel se conocía en China.
Se fabricaba con arroz. La difusión del papel marca un paso gigantesco en la
historia del mundo. Se puede fijar el día exacto en que el papel chino penetró
en Occidente para bien de la civilización. El día glorioso que llegó fue el 7
de julio del año 75 de la era cristiana.
Los
historiadores árabes y los chinos están conformes en esto. Ocurrió que los árabes,
luchando con los chinos en Carea, lograron traspasar la frontera del Celeste
Imperio y consiguieron hacerles muchos prisioneros. Algunos prisioneros de
estos tenían por oficio hacer papel y enseñaron su secreto a los árabes. Estos
prisioneros fueron llevados a Samarcanda, donde ejercieron su oficio bajo el
reinado del sultán Harun al-Rachid, el prodigioso personaje que puebla los
cuentos de Las mil y una noches.
El papel
se hizo con papel, pero como allí escaseaba este producto, se les ocurrió a los
árabes hacerlo de trapos sucios y así cooperaron a la aparición del papel
actual.
Pero los
libros tenían que ser manuscritos. Los escribían los amanuenses, hombres
pacientísimos que copiaban página a página con gran primor y estilo, pero eran
muy pocas las personas que los podían poseer.
Y así como
las colecciones de rollos de papiros o de pergaminos pertenecieron a los
templos o a las colecciones reales, los manuscritos en papel ya tuvieron más
difusión, aunque naturalmente entre las altas clases privilegiadas. De este
modo se hacen multitud de libros, sin que se abandone, naturalmente, el
pergamino, pues sobre esta clase de materia se pintan por artistas maravillosos
miniaturas de vivos colores de tal belleza e intensidad, que muchos de estos
libros los conservan las actuales grandes bibliotecas, como verdaderas joyas,
más valiosas que el oro y las piedras preciosas mejor talladas. Yo he tenido
con verdadera emoción varios de estos libros en mis manos. Algunos códices
árabes de la biblioteca de El Escorial, y la magnífica historia natural, de Alberto magno, códice del siglo XIII existente en la Universidad de
Granada, con el cual me he pasado horas enteras, sin poder apartar mis ojos de
aquellas pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más finos que el aire,
donde los colores azules y rosas y verdes y amarillos se combinan sobre fondos
hechos con panes de oro.
Pero el
hombre pedía más. La humanidad empujaba misteriosamente a unos cuantos hombres
para que abrieran con sus hachas de luz el bosque tupidísimo de la ignorancia.
Los libros, que tenían que ser para todos, eran por las circunstancias objetos
de lujo, y, sin embargo, son objetos de primera necesidad. Por las montañas y
por los valles, en las ciudades y a las orillas de los ríos, morían millones de
hombres sin saber qué era una letra. La gran cultura de la Antigüedad estaba
olvidada y las supersticiones más terribles nublaban las conciencias populares.
Se dice
que el dolor de saber abre las puertas más difíciles, y es verdad. Esta ansia
confusa de los hombres movió a dos o tres a hacer sus estudios, sus ensayos, y
así apareció en el siglo XV, en Maguncia
de Alemania, la primera imprenta del mundo. Varios hombres se disputan la
invención, pero fue Gutenberg el que la llevó a cabo. Se le ocurrió fundir en
plomo las letras y estamparlas, pudiendo así reproducir infinitos ejemplares de
un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué cosa más difícil! Han pasado siglos y
siglos, y sin embargo no había surgido esta idea en la mente del hombre. Todas
las claves de los secretos están en nuestras manos, nos rodean constantemente
pero sin embargo, ¡qué enorme dificultad para abrir las puertecitas donde viven
ocultos!
En las
materias de la naturaleza se encuentran, sin duda, los lenitivos de muchas
enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es la precisa, la necesaria,
para que el milagro se opere? Pocas veces en la historia del mundo hay un hecho
más importante que este de la invención de la imprenta. De mucho mas alcance
que los otros dos grandes hechos de la época: la invención de la pólvora y el
descubrimiento de América.
Porque si
la pólvora acaba con el feudalismo y da motivo a los grandes ejércitos y a la
formación de fuertes nacionalidades antes fraccionadas por la nobleza, y el
nacimiento de América da lugar a un desplazamiento de la historia, a una nueva
vida y termina con un milenario secreto geográfico, la imprenta va a causar una
revolución en las almas tan grande que las sociedades han de temblar hasta sus
cimientos. Y sin embargo ¡con qué silencio y qué tímidamente nace! Mientras la
pólvora hacía estallar sus rosas de fuego por los campos, y el Atlantico se
llenaba de barcos que con las velas henchidas por el viento iban y venían
cargados de oro y materiales preciosos, calladamente en la ciudad de Amberes,
Cristobal Plantino establece la imprenta y la librería más importante del
mundo, y ¡por fin!, hace los primeros libros baratos.
Entonces
los libros antiguos, de los que quedaban uno o dos o tres ejemplares de cada
uno, se agolpan en las puertas de las imprentas y en las puertas de las casas
de los sabios pidiendo a gritos ser editados, ser traducidos, ser expandidos
por toda la superficie de la tierra.
Este es el
gran momento del mundo. Es el renacimiento. Es el alba gloriosa de las culturas
modernas con las cuales vivimos.
Muchos
siglos antes de esto que cuento, después de la caída del imperio romano, de las
invasiones bárbaras y el triunfo del cristianismo, tuvo el libro su momento más
terrible de peligro. Fueron arrasadas las bibliotecas y esparcidos los libros.
Toda la ciencia filosófica y la poesía de los antiguos estuvieron a punto de
desaparecer. Los poemas homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento
griego, luz de Europo, la poesía latina, el Derecho de Roma, todo,
absolutamente todo. Gracias a los cuidados de los monjes no se rompió el hilo.
Los monasterios antiguos salvaron a la humanidad. Toda la cultura y el saber se
refugió en los claustros donde unos hombres sabios y sencillos sin ningún
fanatismo ni intransigencia (la intransigencia es mucho más moderna),
custodiaron y estudiaron las grandes obras imprescindibles para el hombre. Y no
solamente hacían esto, sino que estudiaron los idiomas antiguos para
entenderlos y así se da el caso de que un filósofo pagano como Aristóteles
influya decisivamente en la filosofía católica. Durante toda la Edad Media los
benedictinos del monte Athos recogen y guardan infinidad de libros y a ellos
les debemos el conocer casi las más hermosas obras de la humanidad antigua.
Pero
empezó a soplar el aire puro del Renacimiento italiano y las bibliotecas se
levantan por todas partes. Se desentierran las estatuas de los antiguos dioses,
se apuntalan los bellísimos templos de mármol, se abren academias como la que
Cosme de Médicis fundó en Florencia para estudiar las obras del filósofo
Plantón, y, en fin, el gran papa Nicolás V envió comisionistas a todas partes
del mundo para que adquirieran libros y pagaba espléndidamente a sus
traductores.
Pero con
ser esto magnifico, el paso grande lo daba el editor Cristóbal Plantino en
Amberes. Era de aquella casita con su patiecillo cubierto de hiedras y sus
ventanas de cristales emplomados, de donde salía la luz para todos con el libro
barato y donde se urdía una gran ofensiva contra la ignorancia que hay que
continuar con verdadero calor, porque todavía la ignorancia es terrible y ya
sabemos que donde hay ignorancia es muy fácil confundir el mal con el bien y la
verdad con la mentira.
Naturalmente,
los poderosos que tenían manuscritos y libros en pergamino, se sonrieron del
libro impreso en papel como cosa deleznable y de mal gusto que estaba al
alcance de todos. Sus libros estaban ricamente pintados con adornos de oro y
los otros eran simples papeles con letras. Pero a mediados del siglo XV y
gracias a los magníficos pintores flamencos, hermanos Van Eyck, que fueron
también los primeros que pintaron con óleo, aparece el grabado y los libros se
llenaron de reproducciones que ayudaban de modo notable al lector. En el siglo
XVI, el genio de Alberto Durero lo perfeccionó y ya los libros pudieron reproducir cuadros, paisajes,
figuras, siguiéndose perfeccionando durante todo el XVII, para llegar en el
siglo XVIII a la maravilla de las ilustraciones y la cumbre de la belleza del
libro hecho con papel.
El siglo
XVIII llega a la maravilla en hacer libros bellos. Las obras se editan llenas
de grabados y aguafuertes, y con un cuidado y un amor tan grandes por el libro
que todavía los hombres XX, a pesar de los adelantos enormes no hemos podido
superar.
El libro
deja de ser un objeto de cultura de unos
pocos para convertirse en un tremendo factor social. Los efectos no se hacen
esperar. A pesar de persecuciones y de servir muchas veces de pasto a las
llamas, surge la revolución francesa, primera obra social de los libros.
Porque
contra el libro no valen persecuciones. Ni los ejércitos, ni el oro, ni las
llamas pueden contra ellos; porque no podéis cortar las cabezas que ha
aprendido de ella porque son miles, y si son pocas ignoráis dónde están.
Los libros
han sido perseguidos por toda clase de
estados y por toda clase de religiones, pero esto no significa nada en
comparación de lo que han sido amados. Porque si un príncipe oriental fanático
quema la biblioteca de Alejandría, en cambio Alejandro de Macedonia manda
construir una caja riquísima de esmaltes y pedrerías para conservar la iliada, de Homero; y los árabes
cordobeses fabrican la maravilla Mirahb de su mezquita para guardar en él un
Corán que había pertenecido al califa Omar. Y pese a quien pese, las
bibliotecas inundan el mundo y las vemos hasta en las calles y al aire libre de
los jardines de las ciudades.
Cada día
que pasa las múltiples casas editoriales se esfuerzan en bajar los precios, y
hoy ya está el libro al alcance de todos en ese gran libro diario que es la
prensa, en ese libro abierto de dos o tres hojas que llega oloroso a inquietud
y a tinta mojada, en ese oído que oye los hechos de todas las naciones con
imparcialidad absoluta, en los miles de periódicos, verdaderos latidos del
corazón unánime del mundo.
Por
primera vez en su corta historia tiene este pueblo un principio de biblioteca.
Lo importante es poner la primera piedra porque yo y todos ayudaremos para que
se levante el edificio. Es un hecho importante que me llena de regocijo y me
honra que sea a mi voz la que se levante aquí en el momento de su inauguración,
porque mi familia ha cooperado extraordinariamente a la cultura vuestra. Mi
madre, como toso sabéis, ha enseñado a mucha gente de este pueblo, porque vino
aquí para enseñar, y yo recuerdo de niño haberla oído leer en alta voz para ser
escuchad por muchos. Mis abuelos sirvieron a este pueblo con verdadero espíritu
y hasta muchas de las músicas y canciones que habéis cantado han sido
compuestas por algún viejo poeta de mi familia. Por eso yo me siento lleno de
satisfacción en este instante y me dirijo a los que tienen fortuna pidiéndoles
que ayuden en esta obra, que den dinero para comprar libros como es su
obligación, como es su deber. Y a los que no tienen medios, que acudan a leer,
que acudan a cultivar sus inteligencias como único medio de su liberación
económica y social. Es preciso que la biblioteca se esté nutriendo de libros
nuevos y lectores nuevos y que los maestros se esmeren en no enseñar a leer a
los niños mecánicamente, como hacen tantos por desgracia todavía, sino que les
inculquen el sentido de la lectura, es
decir, lo que valen un punto y una coma en el desarrollo y forma de una idea
escrita. Y ¡libros!, ¡libros! Es preciso que a la bibliotequita de la fuente
comiencen a llegar libros. Yo he escrito a la editorial de la Residencia de
Estudiantes de Madrid, donde yo he estudiado tantos años, y a la Editorial Ulises ,
para ver si consigo que manden aquí sus colecciones completas, y desde luego,
yo mandaré los libros que he escrito y los de mis amigos.
Libros de
todas las tendencias y de todas las ideas. Lo mismo a las obras divinas,
iluminadas de los místicos y los santos, que las obras encendidas de los
revolucionarios y hombres de acción. Que se enfrenten el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz , obra cumbre de la
poesía española, con las obras de Tolstói; que se miren frente a frente La ciudad de Dios de san Agustín con Zaratustra de Nietzsche o El capital de Marx. Porque, queridos
amigos, todas estas obras están conformes en un punto de amor a la humanidad y
elevación del espíritu, y, al final, todas se confunden y rezan en un ideal
supremo.
Y ¡lectores¡
¡muchos lectores! Yo sé que todos no tienen igual inteligencia, como no tienen
la misma cara; que ha inteligencias magníficas y que hay inteligencias
pobrísimas, como hay caras feas y caras bellas, pero cada uno sacará del libro
lo que pueda, que siempre le será provechoso y, para algunos, absolutamente
salvador. Esta biblioteca tiene que cumplir un fin social, porque si se cuida y
se alienta el número de lectores, y poco a poco se va enriqueciendo con obras,
dentro de unos años ya se notará en el pueblo, y esto no lo dudéis, un mayor
nivel de cultura. Y si esta generación que hoy me oye no aprovecha por falta de
preparación todo lo que puedan dar los libros, ya lo aprovecharán vuestros
hijos. Porque es necesario que sepáis todos que los hombres no trabajamos para
nosotros sino para los que vienen detrás, y que éste es el sentido moral de
todas las revoluciones, y en último caso, el verdadero sentido de la vida.
Los padres
luchan por sus hijos y por sus nietos, y egoísmo quiere decir esterilidad. Y ahora
que la humanidad tiende a que desaparezcan las clases sociales, tal como
estaban instituidas, precisa un espíritu de sacrificio y abnegación en todos
los sectores, para intensificar la cultura, única salvación de los pueblos.
Estoy
seguro de que Fuente Vaqueros, que siempre ha sido un pueblo de imaginación
viva y de alma clara y risueña como el agua que fluye de su fuente, sacará
mucho jugo de esta biblioteca y servirá para llevar al a conciencia de todos
nuevos anhelos y alegrías por saber.
Os he
explicado a grandes trazos el trabajo que ha costado al hombre llegar a hacer
libros para ponerlos en todas las manos. Que esta modesta y pequeña lección
sirva para que los améis y los busquéis como amigos. Porque ellos están más
vivos cada día, porque los árboles se marchitan y ellos están eternamente
verdes y porque en todo momento y en toda hora se abren para responder a una
pregunta o prodigar un consuelo.
Y sabed,
desde luego, que los avances sociales y las revoluciones se hacen con libros y
que los hombres que las dirigen mueren muchas veces, como el gran Lenin, de
tanto estudiar, de tanto querer abarcar con su inteligencia. Que no valen armas
ni sangre si las ideas no están bien orientadas y bien digeridas en las
cabezas. Y que es preciso que los pueblos lean para que aprendan no solo el
verdadero sentido de la libertad, sino el sentido actual de la compresión mutua
y de la vida.
Y gracias
a todos. Gracias al pueblo, gracias en particular a la agrupación socialista
que siempre ha tenido conmigo las mayores deferencias, y gracias a vuestro
alcalde, don Rafael Sánchez Roldán, hombre benemérito, verdadero y leal hijo
del trabajo, que ha adquirido por su propio esfuerzo ilustración y conciencia
de su época, y merced al cual es hoy un hecho esta biblioteca pública.
Y un
saludo a todos. A los vivos y a los muertos, ya que vivos y muertos componen un
país. A los vivos para desearles felicidad y a los muertos para recordarlos
cariñosamente porque representan la tradición del pueblo y porque gracias a
ellos estamos todos aquí. Que esta biblioteca sirva de paz, inquietud
espiritual y alegría en este precioso pueblo donde tengo la honra de haber
nacido, y no olvidéis este precioso refrán que escribió un crítico francés del
siglo XIX: “Dime qué lees y te diré quién eres” .
He dicho.
Septiembre
de 1931
Federico García Lorca: (Fuente
Vaqueros,[1]
Granada, 5 de junio
de 1898
– entre Víznar
y Alfacar,
ibídem,
18 de agosto
de 1936)[3]
fue un poeta,
dramaturgo
y prosista
español,
también conocido por su destreza en muchas otras artes. Adscrito a la llamada Generación del 27, es el poeta de mayor
influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX.
Como dramaturgo, se le considera una de las cimas del teatro
español del siglo XX, junto con Valle-Inclán y Buero Vallejo.
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