miércoles, 14 de diciembre de 2011

En la diestra de Dios Padre


Fragmento "En la diestra de Dios padre"
I
Éste dizque era un hombre que se llamaba Peralta.  Vivía en un pajarote muy grande y muy viejo, en el camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey.  No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.
No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por esos era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa.  ¿Qué te ganás, hombre de Dios? –Le decía la hermana-, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán?  Casáte, hombre, casáte pa que tengás hijos a quién mantener.  –Calle la boca, hermanita, y no diga disparates.  Yo no necesito de hijos, ni de mujer, ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir.  Mi familia son los prójimos-.

II
Estaba un día Peralta solo en grima en la dichosa casa, haciendo los montoncitos de plata para repartir, cuando ¡tun, tun!  En la puerta.
Fue a abrir y ¡mi amo de mi vida!, ¡qué escarramán tan horrible!
¡Era la muerte, que venía por él! Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano derecha la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo, y tan brillosa y cortadora que se enfriaba uno hasta el cuajo de ver aquello.  Traía en la otra mano un manojito de pelos que parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta.  Cada rato sacaba un pelo y lo cortaba en el aire.
-Vengo por vos- le dijo a Peralta.

-Bueno- le contestó éste-, pero tenés que darme un placito pa confesarme y hacer testamento.  –Con tal que no sea mucho –contestó la Muerte de mal humor –porque ando de afán.  –Date por ai una güeltecita- le dijo Peralta- mientras yo me arreglo; si te parece, entretenéte aquí viendo el pueblo que tiene muy bonita divisa.  Mirá aquel aguacatillo tan alto, trepáte a él pa que divisés a tu gusto.

La muerte, que es muy ágil, dio un brinco y se monto en una horqueta del aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar.
Dáte descanso, viejita, hasta que a yo me dé la gana –le dijo Peralta-, que ni Cristo con toda su pionada te baja de esa horqueta.
Peralta cerró la puerta, y tomó el tole de siempre.  Pasaban las semanas, y pasaban los meses, y pasó un año.  Vivieron las virgüelas castellanas; vino el sarampión y tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso y el tabardillo, y nadie se moría.  Vivieron las pestes en toítos los animales: pues, tampoco se murieron.

Al comienzo de la cosa echaron mucha bambolla los dotores con todo lo que sabían; pero luego la gente fue colando en malicia que eso no pendía de los dotores sino de algotra cosa.  El cura y el sacristán y el sepulturero pasaron hambres de perro, porque ni un entierrito, ni la abierta de una sola sepultura güelieron en esos días.

Los hijos de taitas viejos y ricos se los comía la incomodidá de ver a los viejorros comiendo  arepa, y que no les entraba la muerte por ningún lao.  Lo mismo les sucedía a los sobrinos con los tíos solteros y acaudalados, y los maridos, casaos con mujer vieja y fea, se revestían de una injuría, viendo la viejorra tan morocha, habiendo por ai mozas tan bonitas con qué reponerla.  De todas partes venían correos a preguntar si en el pueblo se morían los cristianos.  Aquello se volvió una bajatola y una confundición tan horrible, como si al mundo le hubiera entrao algún trastorno.   Al fin determinaron todos que era que la Muerte se había muerto, y ninguno volvió a misa ni a encomendarse a Dios.

Mientras tanto, en el cielo y en el infierno estaban ofuscaos y confundidos, sin saber qué sería aquello tan particular.  Ni un alma asomaba las narices por esos laos: aquello era la desocupez más triste.  El Diablo determinó ponerse en cura de la rasquiña que padecía para ver si mataba el tiempo en algo.  San Pedro se moría de la pura aburrición en la puerta del cielo: se lo pasaba por ai sentaíto en un banco, dormido, bosteciando y rezando a raticos en un rosario bendecido en Jerusalén.


Autor: Tomás Carrasquilla
Tomado de: Cuentos
Panamericana
Tomás Carrasquilla, nació en Santo Domingo Antioquia el 17 de enero de 1858  y murió en  Medellín el 19 de diciembre de 1940.  Narrador colombiano cuya obra es una de las más importantes publicadas en su país en la primera mitad del siglo XX. Por su origen antioqueño y sus múltiples viajes por las localidades mineras, pudo novelar distintos aspectos de la historia, la cultura y la idiosincrasia de su región natal, por lo que se le ha considerado injustamente como folclórico y costumbrista, pero en realidad su estilo recuerda más bien a la literatura del Siglo de Oro.
Era hijo de Raúl Carrasquilla Isaza, ingeniero civil, y de Ecilda Naranjo Moreno, quien enseñaría el amor a las letras a su hijo. Durante su infancia alternó los estudios en la escuela de su pueblo natal, Santo Domingo, en Antioquia, con el ambiente de las minas en las que don Raúl trabajaba.

martes, 15 de noviembre de 2011

El buscador



El buscador
Hace dos años, cuando terminaba una charla para un grupo de parejas, conté, como suelo hacer, un cuento a manera de regalo de despedida. Para  mi sorpresa, esta vez alguien  del grupo pidió la palabra y se ofreció a regalarme una historia.  Ese cuento que quiero tanto lo escribo ahora en memoria de mi amigo Jay Rabon.
Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador…
Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra.
Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando.  Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.
Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir.  Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo.  Así que lo dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir.  Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero.  Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores.  La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada.
Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.
De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquel lugar.
El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles.
Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor.
Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:
Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y tres días.
Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida.
Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar.
Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción.  Se acercó a leerla.  Decía:
Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas
El buscador se sintió  terriblemente conmocionado.
Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.
Una por una tenía inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.
Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años…
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó.
Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
-No, por ningún familiar –dijo el buscador -.  ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?
El anciano sonrió y dijo:
- Puede usted serenarse.  No hay tal maldición.  Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre.  Le contaré…:
“Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello.  Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:
A la izquierda, qué fue lo disfrutado.
A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.
Conoció a su novia y se enamoró de ella.  Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?  ¿Una semana? ¿Dos? Tres semanas y media..?
Y después, la emoción del primer beso, el placer maravillo del primer beso…¿Cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?
¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo…?
¿Y la boda de los amigos?
¿Y el viaje más deseado?
¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?
¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?
¿Horas? ¿Días?
Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos…Cada momento.
Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba.
Porque ese es para nosotros el único y verdadero TIEMPO VIVIDO”.




Autor: Jorge Bucay
Tomado de: Cuentos para pensar
ARB


Jorge Bucay es un sicodramatista, terapeuta gestáltico y escritor argentino. Nació en Buenos Aires en 1949, en una familia modesta del barrio de Floresta. Se graduó como médico en 1973, en la Universidad de Buenos Aires, y se especializó en enfermedades mentales en el servicio de interconsulta del hospital Pirovano de Buenos Aires y en la clínica Santa Mónica.

La Bruja que quería volar


La bruja que quería volar
Hubo una vez una bruja que quería volar pero ni siquiera tenía escoba. Visitó al gran brujo para preguntarle qué debía hacer para conseguir alcanzar su sueño…
_Debes ir en busca de alguien joven, soñador, valiente, vivaz, con ganas de compartir y disfrutar junto a los demás. Por cada duda que albergue conseguirás, aquella noche, robarle un hilacho de su fuerza y así, poco a poco, podrás ir reuniendo hebras para tu escoba.
La bruja así lo hizo pero al poco regresó decepcionada.
_Hice lo que me dijiste…pero la escoba casi no alcanza a despegar del suelo-le dijo enojada al gran brujo.
_La persona que escogiste era demasiado joven…mejor busca entre los adolescentes…alguno habrá con miles de dudas…con el corazón debatiéndose por un nuevo amor o con el corazón partido, aturdido ante decisiones difíciles de su paso de niño a adulto o decisiones obligadas y demasiado apresuradas que necesitarían más calma y tiempo porque deciden su futuro, alguien con demasiadas ilusiones no compartidas, con un espejo que le muestre una imagen diferente a la que quiere o demasiado adulto entre tanto niño de su misma edad aún por crecer…con demasiados buenos amigos que no le entienden o ni siquiera le escuchan…Y aunque no lo creas, de esos, de esos encontrarás muchos…
La bruja marchó caminando, dudosa de la posibilidad de lograr con éxito tan difícil tarea. Vagó por las calles de día, entre los jóvenes, disfrazada de pobre vieja… pero el sol lucía demasiado hermoso y todos los adolescentes, aún estando llenos de dudas, mostraban su cara más juvenil y alegre.
Pasaron los días hasta que recordó que el brujo le habló de la noche… y así descubrió que era justo de noche, en medio de la oscuridad cuando la falta de luz les volvía ciegos. Allí dentro de sus casas, encerrados en sus habitaciones, sucumbían a sus temores y cuando les llegaba el sueño…las dudas se sucedían unas tras otras…y amontonadas se convertían en una montaña imposible de escalar.
Ese era el momento, cuando la fortaleza de la luz del sol dejaba de alentar la fuerza interior, cuando la fe en sí mismos les abandonaba dejándoles a la merced de la oscuridad de la noche…ese era el momento en el que ella debía actuar…
La bruja se apresuró a arrebatar a uno y a otro pequeños hilachos de juventud, de fuerza interior abandonada en medio de la oscuridad…aprovechando la vulnerabilidad de la duda, la flaqueza de la fuerza interior, la falta de fe… Hilachos tras hilacho cada noche la escoba iba cobrando forma, pero aún así, con la primera luz del sol de la siguiente mañana, la escoba se deshilachaba…
La bruja se preguntaba por qué. Una noche, decidió no arrebatar ningún hilacho…y en lugar de eso se sentó al lado del joven que parecía más aturdido para así entender qué era lo que lograba romper el hechizo. Pero el joven no hablaba, estaba callado, sólo escuchaba…escuchaba las palabras de un hombre.
Y a pesar de todo su aturdimiento, a la mañana siguiente, el joven, mirándose frente al espejo sonreía con la fuerza interior del que se mira en el espejo recién levantado y a quien el descanso del sueño le ayuda a recordar la necesidad de creer en si mismo, a pesar de los pesares, sabiendo cuál es el camino para hacer lo que está bien…recordando la necesidad de creer en sí mismo, de mantener la fe, de levantar la cabeza y mostrarle al mundo que aún tiene orgullo.
Salir a la calle e ir a por lo que quiere, sin permitir que se crucen en su camino, sabiendo que logrará ser un campeón sólo si logra mantener la fe, porque no sólo hay que decirlo si no que hay que creer en ello, darse una nueva oportunidad y esperar un poco, porque sólo es cuestión de tiempo para ver como la confianza llega y vence.
Cuando el joven marchó, la bruja se quedó allí, estupefacta, quieta, delante del espejo, con cara sorprendida ante la inmensa sabiduría de aquellos pensamientos. Y recordó entonces todas las palabras de aquella noche…Se miró, se miró en el espejo y miró lo que estaba haciendo en esos momentos.
Encontró un pequeño momento para analizarse a si misma, para ver el modo en que vivía cada día, para poner su vida en orden…para reencontrarse consigo misma…
Y gritó, gritó con todas sus fuerzas….para que la fe se metiera en su interior, tal como aquel hombre por la noche le había dicho cantando al joven, para que la fe y el amor se metieran en su interior a través del corazón…porque no necesitaba robar hilachos de fuerza interior a ningún joven para conseguir su sueño, ella misma podía flotar en el cielo, en lo más alto, cualquier camino que tomara le permitiría hacerlo, con sólo intentarlo…pero debía creer, creer y tener fe…
La bruja cogió unas tijeras y cortó parte de su larga melena para que sus propios cabellos hicieran de hebras de lo que había de ser su escoba. Desde entonces, por las noches, algunos dicen ver a una bruja volar, subida a una escoba medio deshilachada, como su propia melena, cruzando por delante de la luna…
Es ella, es la bruja que se acerca a la luna y a la estrella que más brilla en el cielo, para pedirles, por favor, que no dejen de iluminar el camino en medio de la oscuridad de la noche, porque los jóvenes necesitan que su luz continúe alentando su fuerza interior, alimentando su fe, para que éstas no se desvanezcan fundidas en el negro de la noche y así logren mantener su confianza hasta que lleguen otra vez los primeros rayos de luz que les trae el alba.
Fin


Autora: Lydia Giménez-Llort
Tomado de: http://www.encuentos.com/cuentos-cortos/cuentos-para-adolescentes/la-bruja-que-queria-volar-cuento-y-video/

viernes, 23 de septiembre de 2011

¡Que pase el aserrador!

¡Que pase el aserrador…!
Entre Antioquia y Sopetrán, en las orillas del río Cauca, estaba yo fundando una hacienda. Me acompañaba, en calidad de mayordomo, Simón Pérez, que era todo un hombre, pues ya tenía treinta años, y veinte de ellos los había pasado en lucha tenaz y bravía con la naturaleza, sin sufrir jamás grave derrota. Ni siquiera el paludismo había logrado hincarle el diente, a pesar de que Simón siempre anduvo entre zancudos y demás bichos agresivos.
Para él no había dificultades, y cuando se le proponía que hiciera algo difícil que él no había hecho nunca, siempre contestaba con esta frase alegre y alentadora: «vamos a ver; más arriesga la pava que el que le tira, y el mico come chumbimba en tiempo de necesidad».
Un sábado en la noche, después del pago de peones, nos quedamos, Simón y yo, conversando en el corredor de la casa y haciendo planes para las faenas de la semana entrante, y como yo le manifestara que necesitábamos veinte tablas para construir unas canales en la acequia y que no había aserradores en el contorno, me dijo:
— Esas se las asierro ya en estos días.
— ¿Cómo?, le pregunté, ¿sabe usted aserrar?
—Divinamente; soy aserrador graduado, y tal vez el que ha ganado más alto jornal en ese oficio. ¿Qué dónde aprendí? Voy a contarle esa historia, que es divertida. Y me refirió esto, que es verdaderamente original:
En la guerra del 85 me reclutaron y me llevaban para la Costa, por los llanos de Ayapel, cuando resolví desertar, en compañía de un indio boyacense. Una noche en que estábamos ambos de centinelas las emplumamos por una cañada, sin dejarle saludes al general Mateus.
Al día siguiente ya estábamos a diez leguas de nuestro ilustre jefe, en medio de una montaña donde cantaban los gurríes y maromeaban los micos. Cuatro días anduvimos por entre bosques, sin comer y con los pies heridos por las espinas de las chontas, pues íbamos rompiendo rastrojo con el cuerpo, como vacas ladronas. ¡Lo que es el miedo al cepo de campaña con que acarician a los desertores, y a los quinientos palos con que los maduran antes de tiempo!...
Yo había oído hablar de una empresa minera que estaba fundando el Conde de Nadal, en el río Nus, y resolví orientarme hacia allá, así al tanteo, y siguiendo por la orilla de una quebrada que, según me habían dicho, desembocaba en aquel río. Efectivamente, al séptimo día, por la mañana, salimos el indio y yo a la desembocadura, y no lejos de allí vimos, entre unas peñas, un hombre que estaba sentado en la orilla opuesta a la que llevábamos nosotros. Fue grande nuestra alegría al verlo, pues íbamos casi muertos de hambre y era seguro que él nos daría de comer.
—Compadre, le grité, ¿cómo se llama esto aquí? ¿La mina del Nus está muy lejos?
— Aquí es; yo soy el encargado de la tarabita para el paso, pero tengo orden de no pasar a nadie, porque no se necesitan peones. Lo único que hace falta son aserradores.
No vacilé un momento en replicar:
—Ya lo sabía, y por eso he venido: yo soy aserrador; eche la oroya para este lado.
—¿Y el otro?, preguntó, señalando a mi compañero. El grandísimo majadero tampoco vaciló en contestar rápidamente:
—Yo no sé de eso; apenas soy peón.
No me dio tiempo de aleccionarlo; de decirle que nos importaba comer a todo trance, aunque al día siguiente nos despacharan como perros vagos; de mostrarle los peligros de muerte si continuaba vagando a la aventura, porque estaban lejos los caseríos, o el peligro de la «diana de palos» si lograba salir a algún pueblo antes de un mes. Nada; no me dio tiempo ni para guiñarle el ojo, pues repitió su afirmación sin que le volvieran a hacer la pregunta.
No hubo remedio, y el encargado de manejar la tarabita echó el cajón para este lado del río, después de gritar: ¡Que pase el aserrador!
Me despedí del pobre indio y pasé.
Diez minutos después estaba yo en presencia del Conde, con el cual tuvo este diálogo:
—¿Cuánto gana usted?
—¿A cómo pagan aquí?
— Yo tenía dos magníficos aserradores, pero hace quince días murió uno de ellos; les pagaba a ocho reales.
—Pues, señor Conde, yo no trabajo a menos de doce reales; a eso me han pagado en todas las empresas en donde he estado y, además, este clima es muy malo; aquí le da fiebre hasta a la quinina y a la zarpoleta.
—Bueno, maestro; «el mono come chumbimba en tiempo de necesidad»; quédese y le pagaremos los doce reales. Váyase a los cuarteles de peones a que le den de comer y el lunes empieza trabajos.
¡Bendito sea Dios! Me iban a dar de comer; era sábado, al día siguiente también comería de balde. ¡Y yo, que para poder hablar tenía que recostarme a la pared, pues me iba de espaldas por la debilidad en que estaba!
Entré a la cocina y me comí hasta las cáscaras de plátano. Me tragaba las yucas con pabilo y todo. ¡Se me escaparon las ollas untadas de manteca, porque eran de fierro! El perro de la cocina me veía con extrañeza, como pensando: ¡Caramba con el maestro! si se queda ocho días aquí, nos vamos a morir de hambre el gato y yo!
A las siete de la noche me fui para la casa del Conde, el cual vivía con su mujer y dos hijos pequeños. ¡Líos que tenia!
Un peón me dio tabaco y me prestó un tiple. Llegué echando humo y cantando la guabina. La pobre señora que vivía más aburrida que un mico recién cogido, se alegró con mi canto y me suplicó que me sentara en el corredor para que la entretuviera a ella y a sus niños esa noche.
— Aquí es el tiro, Simón, dije para mis adentros; vamos a ganarnos esta gente por si no resulta el aserrío. Y les canté todas las trovas que sabía. Porque, eso sí: yo no conocía serruchos, tableros y troceros, pero en cantos bravos sí era veterano.
Total, que la señora quedó encantada y me dijo que fuera al día siguiente, por la mañana, para que le divirtiera los muchachos, pues no sabía qué hacer con ellos los domingos. ¡Y me dio jamón y galletas y jalea de guayaba!
Al otro día estaba este ilustre aserrador con los muchachos del señor Conde, bañándose en el río, comiendo ciruelas pasas y ¡bendito sea Dios y el que exprimió las uvas, bebiendo vino tinto de las mejores marcas europeas!
Llegó el lunes, y los muchachos no quisieron que el «aserrador» fuera a trabajar, porque les había prometido llevarlos a un guayabal a coger toches, en trampa. Y el Conde, riéndose, convino en que el maestro se ganara sus doce reales de manera tan divertida.
Por fin, el martes, di principio a mis labores. Me presentaron al otro aserrador para que me pusiera de acuerdo con él, y resolví pisarlo desde la entrada.
—Maestro, le dije, de modo que me oyera el Conde, que estaba por ahí cerca, a mí me gustan las cosas en orden. Primeramente sepamos qué es lo que se necesita con más urgencia; ¿tablas, tablones o cercos?
—Pues necesitamos cinco mil tablas de comino, para las canales de la acequia, tres mil tablones para los edificios y unos diez mil cercos. Todo de comino; pero debemos comenzar por las tablas.
Por poco me desmayo: vi trabajo para dos años y... a doce reales el día, bien cuidado y sin riesgo de que castigaran al desertor, porque estaba «en propiedad extranjera».
— Entonces, vamos con método. Lo primero que debemos hacer es dedicarnos a señalar árboles de comino, en el monte, que estén bien rectos y bien gruesos para que den bastantes tablas y no perdamos el tiempo. Después los tumbamos y, por último, montamos el aserrío. Todo con orden, sí señor, porque si no, no resulta la cosa.
— Así me gusta, maestro, dijo el Conde; se ve que usted es hombre práctico. Disponga los trabajos como lo crea conveniente.
Quedé, pues, dueño del campo. El otro maestro, un pobre majadero, comprendió que tenía que agachar la cabeza ante este famoso «aserrador» improvisado. Y a poco, salimos a la montaña a señalar árboles de comino.
Cuando nos íbamos a internar, le dije a mi compañero:
—No perdamos el tiempo andando juntos. Váyase usted por el alto, que yo me voy por la cañada. Esta tarde nos encontramos aquí; pero fíjese bien para que no señale árboles torcidos.
Y salí cañada abajo, buscando el río. Y en la orilla de éste me pasé el día, fumando tabaco y lavando la ropita que me traje del cuartel del general Mateus.
Por la tarde, en el punto citado, encontré al maestro y le pregunté: vamos a ver, ¿cuántos árboles señaló?
—Doscientos veinte no más, pero muy buenos.
—Pues perdió el día; yo señalé trescientos cincuenta, de primera clase.
Había que pisarlo en firme; y yo he sido gallo para eso.
Por la noche me hizo llamar la señora del Conde, y que llevara el tiple, porque me tenía cena preparada; que los muchachos estaban deseosísimos de oírme el cuento de Sebastián de las Gracias, que les había yo prometido. Ah, y el del Tío Conejo y el Compadre Armadillo, y ese otro de Juan sin miedo, tan emocionante. Se cumplió el programa al pie de la letra. Cuentos y cantos divertidísimos; chistes de ocasión; cena con salmón, porque estábamos en vigilia; cigarros de anillo dorado; traguito de brandy para el aserrador, pues como había trabajado tanto ese día, necesitaba el pobre que le sostuvieran las fuerzas. Ah, y guiñadas de ojo a una sirvienta buena moza que le trajo el chocolate al «maestro» y que al fin quedó de las cuatro paticas cuando oyó la canción aquella de:
Como amante torcaza quejumbrosa, que en el monte se escucha gemir
Qué aserrío, monté esa noche. ¡Le saqué tablas del espinazo al mismísimo, señor Conde! Y todo iba mezclado por si se dañaba lo del aserrío. Le conté al patrón que había notado yo ciertos despilfarros en la cocina de peones y no pocas irregularidades en el servicio de la despensa; le hablé de un remedio famoso para curar la renguera (inventado por mí, por supuesto) y le prometí conseguirle un bejuco en la montaña, admirable para todas las enfermedades de la digestión. (Todavía me acuerdo del nombrecito con que lo bauticé: ¡Levantamuertos!)
Encantados el hombre y su familia con el «maestro» Simón. Ocho días pasé en la montaña, señalando árboles con mi compañero, o mejor dicho, separados, porque yo siempre, lo echaba por otro lado día al que yo escogía. Pero sabrá usted que como yo no conocía el comino, tuve que ir primero a ver los árboles que había señalado el verdadero aserrador.
Cuando ya teníamos marcados unos mil, empezamos a echarlos al suelo, ayudados por cinco peones. En esa tarea, en la cual desempeñaba yo el oficio de director, empleamos más de quince días.
Y todas las noches iba yo a la casa del Conde y cenaba divinamente. Y los domingos almorzaba y comía allá, porque era preciso distraer a los muchachos... y a la sirvienta también.
Yo era el sanalotodo en la mina. Mi consejo era decisivo y no se hacía nada sin mi opinión. ¡Tal vez la célebre cortada del río Nus fracasó más tarde por alguna bestialidad que yo indiqué!
Todo iba a pedir de boca, cuando un día llegó la hora terrible de montar el aserrío de madera. Ya estaba hecho, el andamio, y por cierto que cuando lo fabricamos hubo algunas complicaciones, porque el maestro me preguntó:
—¿Qué alto le ponemos?
—¿Cuál acostumbran ustedes por aquí?
—Tres metros.
—Póngale tres con veinte, que es lo mandado entre buenos aserradores. (Si sirve con tres, ¿por qué no ha de servir con veinte centímetros más?).
Ya estaba todo listo: la troza sobre el andamio, y los trazos hechos en ella (por mi compañero, porque yo me limitaba a dar órdenes).
«La lámpara encendida y el velo en el altar,» como dice la canción.
Llegó el momento solemne, y una mañana salimos camino del aserradero, con los grandes serruchos al hombro. ¡Primera vez que yo veía un come-maderas de esos!
Ya al pie del andamio, me preguntó el maestro:
—¿Es usted de abajo o de arriba?
Para resolver tan grave asunto fingí que me rascaba una pierna, y rápidamente pensé:, «si me hago arriba, tal vez me tumba éste con el serrucho». De manera que al enderezarme contesté:
— Yo me quedo abajo; encarámese usted. Trepó por los andamios, colocó el serrucho en la línea y... empezamos a aserrar madera.
¡Pero, señor, cómo fue aquello! El chorro de aserrín se vino sobre mí y yo corcoveaba a lado y lado, sin saber cómo defenderme. Se me entraba por las narices, por las orejas, por los ojos, por el cuello de la camisa... ¡Virgen Santa! Y yo que creía que eso de tirar de un serrucho era cosa fácil...
—Maestro, me gritó mi compañero, se está torciendo el corte!...
— ¡Pero hombre, con todos los diablos! Para eso está usted arriba; fíjese y aplome como Dios manda...
El pobre hombre no podía remediar la torcedura. ¡Qué la iba a remediar, si yo chapaleaba como pescado colgado del anzuelo!
Viendo que me ahogaba entre las nubes de aserrín, le grité a mi compañero:
—Bájese, que yo subiré a dirigir el corte.
Cambiamos de puesto: yo me coloqué en el borde del andamio, cogí el serrucho y exclamé:
—Arriba pues: una... dos...
Tiró el hombre, y cuando yo iba a decir tres, me fui de cabeza y caí sobre mi compañero. Patas arriba quedamos ambos; él con las narices reventadas y yo con dos dientes menos y un ojo que parecía una berenjena.
La sorpresa del aserrador fue mayor que el golpe que le di. No parecía sino que le hubiera caído al pie un aerolito.
—¡Pero, maestro!, exclamó;... ¡pero, maestro!
—¡Qué maestro, ni qué demonios! ¿Sabe lo que hay? Que es la primera vez que yo le cojo los cachos a un serrucho de estos. ¡Y usted que tiré con tanta fuerza! Vea cómo me puso (y le mostré el ojo dañado).
—Y vea cómo me dejó usted (y me enseñó las narices).
Vinieron las explicaciones indispensables, para las cuales resulté un Víctor Hugo. Le conté mi historia y casi que lo hago llorar cuando le pinté los trabajos que pasé en la montaña, en calidad de desertor. Luego rematé con este discurso más bien atornillado que un trapiche inglés:
—No diga usted una palabra de lo que ha pasado, porque lo hago sacar de la mina. Yo les corté el ombligo al Conde y a la señora, y a los muchachos los tengo de barba y cacho. Conque, tráguese la lengua y enséñeme a aserrar. En pago de eso, le prometo darle todos los días, durante tres meses, dos reales, de los doce que yo gano. —Fúmese, pues, este tabaquito (y le ofrecí uno), y explíqueme cómo se maneja este mastodonte de serrucho.
Como le hablé en plata y él ya conocía mis influencias en la casa de los patrones, aceptó mi propuesta y empezó la clase de aserrío. Que el cuerpo se ponía así, cuando uno estaba arriba; y de esta manera cuando estaba abajo; que para evitar las molestias del aserrín se tapaban las narices con un pañuelo... cuatro pamplinadas que yo aprendí en media hora.
Y duré un año trabajando en la mina como aserrador principal, con doce reales diarios, cuando los peones apenas ganaban cuatro. Y la casa que tengo en Sopetrán la compré con plata que traje de allá. Y los quince bueyes que tengo aquí, marcados con un serrucho, del aserrío salieron... Y el hijo mío, que ya me ayuda mucho en la arriería, es también hijo de la sirvienta del Conde y ahijado de la Condesa...
Cuando terminó Simón su relato, soltó una bocanada de humo, clavó en el techo la mirada y añadió después:
¡Y aquel pobre indio de Boyacá se murió de hambre... sin llegar a ser aserrador!...


Autor: Jesús del Corral



Jesús del Corral: Murió en Bogotá en 1931. Había nacido en Santafé de Antioquia en 1871, y estudió en la Universidad de Antioquia y en el Rosario de Bogotá. Fue Ministro de don Marco Fidel Suárez y ejerció el periodismo, como director de la brisa y el escudo. En 1914 escribió ¡que pase el aserrador!,su obra maestra, que se ha ganado un lugar en las más importantes antologías del cuento colombiano y ha sido repetidamente adaptada para la televisión, entre ellos por Víctor Gaviria, quien hizo de esta historia una película para Teleantioquia, en 1985. Del Corral fue presidente de la Asociación de Agricultores y uno de los fundadores de la Federación Nacional de Cafeteros.

El albañilito - Julio 2011


El albañilito
Domingo 11.  –El albañilito ha venido hoy de cazadora, vestido con la ropa de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso.  Mi padre deseaba que viniese aún más que yo.
¡Cómo le gusta!

Apenas entró se quitó su viejísimo sombrero, que estaba cubierto de nieve, y se lo metió en un bolsillo; después vino hacia mí con aquel andar descuidado, de trabajador fatigado, volviendo aquí y allá su cabeza, redonda como una manzana, y con su nariz roma; y cuando fue al comedor, dirigiendo una ojeada a los muebles, fijó sus ojos en un cuadrito que representaba a Rigoletto, un bufón jorobado, y puso la cara de “Hocico de liebre”.   Es imposible dejar de reírse al vérselo hacer.

Nos pusimos a jugar con palitos; y tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece se están de pie por milagro, y trabaja en ello muy en serio, con la paciencia de un hombre.  Entre una y otra torre me hablaba de su familia; viven en un desván; su padre, por la noche, va a la escuela de adultos, a aprender a leer; su madre no es de aquí.  Parece que le quiere mucho, porque, aunque él viste pobremente, va bien guardado del frío, con la ropa remendada y el lazo de la corbata bien hecho y anudado por su misma madre.  Su padre, me dice, es un hombretón, un gigante, que apenas cabe por la puerta; es bueno, y llama siempre a su hijo “hociquito de liebre”.  El hijo, en cambio, es pequeñín.


A las cuatro merendamos juntos, pan y pasas, sentados en el sofá, y cuando nos levantamos, no sé por qué, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el albañilito había manchado de blanco con su chaqueta; me detuvo la mano y lo limpió después él sin que lo viéramos.

Jugando, al albañilito se le cayó un botón de la cazadora, y mi madre se lo pegó; él se puso encarnado, y la veía coser, muy admirado y confuso, no atreviéndose a respirar.
Después le enseñé el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba tan bien los gestos de aquellas caras, que hasta mi padre se reía.

Estaba tan contento cuando se fue, que se olvidó de ponerse el andrajoso sombrero, y al llegar a la puerta de la escalera, para manifestarme su gratitud, me hizo otra vez la gracia de poner el “hocico de liebre”.  Se llama Antonio Rabucco y tiene ocho años y ocho meses…

“¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá?   Porque limpiarle mientras tu compañero lo veía era casi hacerle una reconvención por haberle ensuciado.  Y esto no estaba bien: en primer lugar, porque no lo habría hecho de intento, y en segundo, porque le había manchado con ropa de su padre, que a su vez se la había enyesado trabajando; y lo que se mancha trabajando no ensucia; es polvo, cal, barniz, todo lo que quieras, pero no es suciedad.  El trabajo no ensucia.  No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo: `Va sucio´.  Debes decir: `Tiene en su ropa las señales, las huellas del trabajo´.  Recuérdalo.  Quiero mucho al albañilito, porque es compañero tuyo, y, además, porque es hijo de obreros.
          Tu padre”




Autor: Edmundo de Amicis
Tomado de: El trabajo: cuentos y semblanzas
Selección de: Elkín Obregón S.
CONFIAR





















EDMUNDO DE AMICIS: (1846-1908) Escritor italiano, viajero impenitente.  Aunque escribió mucho (Vida militar, España, Recuerdos de París, Los amigos, Retratos literarios), hoy se le recuerda, digamos que exclusivamente, por Corazón, diario de un niño, libro en donde evoca y reelabora literariamente, con nostalgia y ternura, estampas de su niñez pueblerina.

El final - Junio 2011

El final
Y bueno, sólo nos queda un relato de una gata que se cree perro.
Su nombre es Ata, Ata gata; y se le debe decir así, pues vale recordarle que es “gata”.

Ata llegó cuando era apenas un bebé.  Un apuesto joven la llevó a su casa porque la encontró en la calle, un día de lluvia.  Estaba flaca, mojada y hambrienta.  La verdad al dueño de la casa no le gustaban los gatos, le gustaban los perros, pero tenía un sentido enorme de responsabilidad por los animales.  Así que cuando la vio en la calle, mojada y friolenta no resistió y la llevó a casa.

Gatos y perros se cuenta que pelean y que no hay manera de hacerlos reflexionar.  Los gatos se espelucan cuando en su camino se cruza un perro.
Los perros, cuando a la distancia ven un gato, pierden educación y estilo, y arrancan en una persecución suicida que culmina cuando el perseguido es obligado a encaramarse a un lugar lo suficientemente alto al que no llegue el odioso perro que no deja de ladrar hasta que es tranquilizado por su dueño.

El caso es que Ata llegó a su nuevo hogar y fue recibida con recelo por un hermoso perro labrador amarillo, de nombre Emilio.  Por su parte, ata pensó que Emilio era buen papá y lo perseguía por todas partes; ella no sabía de odios heredados y el perro laecaía muy bien.

Como Ata  no andaba erizando los pelos ni lanzando ruidos amenazantes, Emilio olvido rápidamente eso de odiar a los gatos y al igual le caía muy bien la gata.  Fue así como nació entre ellos un amor fraternal; para Ata, Emilio era su padre y para Emilio, Ata bien podría ser su hija o a lo sumo su hermanita pequeña.

El problema fue que al no tener patrón gatuno al cual imitar, Ata asumió que en lugar de gato era perro y así se comportaba.  Comía lo que se le daba a Emilio, le gustaba que la pasearan con correa y para saludar lo hacía a lametazos. Emilio, que entendía que esa no era la forma correcta de comportarse (aun cuando estaba muy orgulloso de los progresos en educación canina que mostraba Ata), trataba infructuosamente (poco sabía de educación gatuna) de mostrarle cuál era la forma en que se comportaba un gato.  Con trabajo le enseñó a trepar al tejado y a caminar por él, sin sentir mareo.  De igual manera, le enseño a bajar de las alturas y adquirir seguridad al saltar de éstas.  Puede que no supiera de gatos, pero, la verdad, lo que le enseño a Ata funcionó, y aun cuando no era una gata gata, tampoco se podría decir que era una gata perro, así tuviera un caminado que recordaba a un perro desfilando en una exposición o se negara a comer la comida de los gatos, prefiriendo la de los perros, o al hablar tuviera un cierto perruno.

Lo cierto es que no importaba si era perro gato, o más gato que perro, Emilio y Ata habían logrado romper la diferencia y quererse sin importar lo que eran.






Tomado de: El gato tuerto y otras historias
Autora: Verónica Samper
PANAMERICANA

Verónica Samper: Nació en Bogotá.  Es maestra y le encanta estar con los niños, oír sus historias y que escuchen las de ella.
Le gustan los días de lluvia tanto como los de sol.  Ama los libros y la mayor parte del tiempo lo dedica a ller y por supuesto a escribir.  Actualmente enseña y prepara sus nuevos cuentos.  “Los Monstruos no existen” fue su primer libro publicado en el 2002 po Panamericana Editorial.

¿Quién es la señora García? - Mayo


¿QUIÉN ES LA SEÑORA GARCÍA?
-¡Julia, estás volviéndome loca!  -gritó mamá-.
Anda a jugar con Enrique.

-Mi mamá está molesta conmigo –dijo Julia.
-Es culpa de la señora García –dijo Enrique.
-¿Quién es la señora García? –preguntó Julia.

-Tu mamá no está molesta contigo.  Está molesta porque cuando estaba parqueando su carro con mucho cuidado, el señor Rodríguez, en el carro de atrás, le pitó.
-Ah –dijo Julia-. Cuéntame lo de la señora García.
-Pero –dijo Enrique-, el señor Rodríguez no estaba enfadado con tu mamá.  Estaba molesto porque la señora Rodríguez lo llamó “estúpido”.
-¿Y la señora García? –preguntó Julia.
-La señora Rodríguez en realidad no piensa que su marido sea estúpido –dijo Enrique-.  Ella estaba de mal humor porque la señora Oviedo le exigió que se apurara en la caja del supermercado.
-Quiero saber sobre la señora García –dijo Julia.
-Tu sabes que la señora Oviedo normalmente no es tan brusca –continuó Enrique-. Estaba irritable porque Rosa, su gata, la había arañado.
-¿Y entonces quién es la señora García? –preguntó Julia.
-Rosa no tiene la costumbre de arañar –siguió Enrique-.  Rosa estaba alborotada porque Tomás la había estado correteando.
-¿Y esto tenía que ver con la señora García?
-preguntó Julia.
-Claro –dijo Enrique- que Tomas aprecia a Rosa.  Lo que pasa es que estaba sensible porque la señora Ramos no le había devuelto su pelota.
-¿Y todo por culpa de la señora García? –preguntó Julia.


Enrique continuó:
-A la señora Ramos en realidad no le interesaba la pelota de Tomás, estaba furiosa porque alguien había lanzado tostadas a su ventana.
-¿Pero, qué pasó con la señora García?
-Espera –dijo Enrique-. Ese alguien era Ana Gil.  Ana le había lanzado las tostadas a su hermano Manuel, que la había llamado con un nombre grosero.  Pero Ana había fallado en el tiro.
-La señora García, la señora García. ¡la señora García! –exclamó Julia.
-Cuando Manuel llamó a Ana con el nombre grosero, estaba pensando en el señor Morales, que lo había empujado al pasar por su lado en la escalera.
-Sí, pero ¿quién es la señora García? –preguntó Julia de nuevo.
-Ahora –dijo Enrique-, el señor Morales, que trabaja en las noches, se había desvelado y por poco se enloquece con el ruido de la señora del piso de arriba, que había estado caminando en sus tacones por todo el lugar en la madrugada.
-Ya se, es por culpa de la señora García –suspiró Julia.
-Esa señora era la señora García – dijo Enrique con una sonrisa…

-¿Ves? Por la señora García comenzó todo.  ¡La señora García y sus tacones!

-Yu-hu, Julia! –llamó mamá -. Siento haberme molestado.  Vengan ambos, sentémonos aquí a comernos un helado.
-Gracias, mamá –dijo Julia-.  Yo sé que no estabas enfadada conmigo.  Era a causa de la señora García.
-¿La señora García? –dijo sonriendo mamá-.  -¿Quién es la señora García?

Autor: David McKee
NORMA

David McKee: (Devon, Reino Unido, 1935) es un escritor e ilustrador británico, conocido especialmente por ser el creador de la serie de Elmer, el elefante de colores inspirado en la obra de Paul Klee. También ha trabajado como animador en la compañía King Rollo Films, en ocasiones con personajes de su creación.

El increible niño niño come libros - Abril 2011


EL INCREÍBLE NIÑO COMELIBROS
A Enrique le encantaban los LIBROS
Pero no como a ti y a mí.  No.
Para nada…
… a el le gustaba COMÉRSELOS.

Todo empezó por error una tarde en la que estaba distraído.
Al principio tenía muchas dudas, y sólo se comió una palabra.
Simplemente por probar.
Luego lo intentó con una oración completa y tras eso la página ENTERA.
Sí, definitivamente le gusto.
Para el miércoles Enrique ya se había comido TODO un libro.
Y para fines de mes podía atiborrarse un libro de un tirón.

Le encantaba comer toda clase de libros: novelas, diccionarios, almanaques y atlas, libros de bromas, libros de historia y hasta de matemáticas.
Pero los rojos eran sus preferidos.
Y los devoraba a un ritmo INCREÍBLE.
Pero lo mejor era esto:
Mientras más comía, más listo se hacía.


Una vez se comió un libro sobre pececitos y en el acto supo que dar de comer a Ginger.

En muy poco tiempo pudo resolver el crucigrama de su padre en el periódico y hasta era más listo que los profesores de su escuela.

A Enrique le gustaba ser listo.
Creía que, de seguir así, bien podría llegar a ser la persona más lista del mundo.

Así que siguió comiendo libros…
Y se fue haciendo más listo… y más listo
y más listo.

Pasó de comerse un libro entero a comerse dos o tres de un solo golpe.
Libros sobre cualquier cosa.
No era nada melindroso y quería saberlo todo.
Pero las cosas entonces empezaron a ponerse complicadas.
Más bien empezaron a ponerse muy, muy mal.
Enrique comía demasiado y sin duda demasiado rápido.



Empezaba a sentirse un poco enfermo.
Pero eso no era lo peor.
Todo lo que iba aprendiendo se volvía un revoltijo porque no le daba tiempo de hacer bien la digestión.
Y empezó a sentir vergüenza de tener que abrir la boca.
Y así Enrique de repente ya no parecía tan listo.

Más de uno le aconsejó que ya no comiera libros.
Dejó pues de comer libros y se quedó triste largo rato en su cuarto.  ¿Qué iba a hacer?
Mas luego, casi por accidente, Enrique tomó del suelo un libro a medio comer.
Pero en lugar de llevárselo a la boca...lo abrió...
... y empezó a leer.

¡Estaba tan bueno!
Después de aquello descubrió Enrique que le gustaba mucho leer.
Y que si leía bastante todavía podría llegar a ser la persona más lista del mundo.
Aunque necesitaría más tiempo.
Ahora Enrique siempre está leyendo... aunque, la verdad, de vez en cuando




Autor e Ilustrador: Oliver Jeffers
Fondo de Cultura Económica México

Oliver Jeffers: Nació en Australia Occidental en 1977, y creció en Belfast donde expuso sus primeras obras.  Oliver es escritor e ilustrador de libros y revistas.  El primer libro que escribió e ilustró fue “Cómo coger una estrella” 2004.  Sus obras son reconocidas con diferentes Premios de la Literatura Infantil.