viernes, 23 de septiembre de 2011

El albañilito - Julio 2011


El albañilito
Domingo 11.  –El albañilito ha venido hoy de cazadora, vestido con la ropa de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso.  Mi padre deseaba que viniese aún más que yo.
¡Cómo le gusta!

Apenas entró se quitó su viejísimo sombrero, que estaba cubierto de nieve, y se lo metió en un bolsillo; después vino hacia mí con aquel andar descuidado, de trabajador fatigado, volviendo aquí y allá su cabeza, redonda como una manzana, y con su nariz roma; y cuando fue al comedor, dirigiendo una ojeada a los muebles, fijó sus ojos en un cuadrito que representaba a Rigoletto, un bufón jorobado, y puso la cara de “Hocico de liebre”.   Es imposible dejar de reírse al vérselo hacer.

Nos pusimos a jugar con palitos; y tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece se están de pie por milagro, y trabaja en ello muy en serio, con la paciencia de un hombre.  Entre una y otra torre me hablaba de su familia; viven en un desván; su padre, por la noche, va a la escuela de adultos, a aprender a leer; su madre no es de aquí.  Parece que le quiere mucho, porque, aunque él viste pobremente, va bien guardado del frío, con la ropa remendada y el lazo de la corbata bien hecho y anudado por su misma madre.  Su padre, me dice, es un hombretón, un gigante, que apenas cabe por la puerta; es bueno, y llama siempre a su hijo “hociquito de liebre”.  El hijo, en cambio, es pequeñín.


A las cuatro merendamos juntos, pan y pasas, sentados en el sofá, y cuando nos levantamos, no sé por qué, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el albañilito había manchado de blanco con su chaqueta; me detuvo la mano y lo limpió después él sin que lo viéramos.

Jugando, al albañilito se le cayó un botón de la cazadora, y mi madre se lo pegó; él se puso encarnado, y la veía coser, muy admirado y confuso, no atreviéndose a respirar.
Después le enseñé el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba tan bien los gestos de aquellas caras, que hasta mi padre se reía.

Estaba tan contento cuando se fue, que se olvidó de ponerse el andrajoso sombrero, y al llegar a la puerta de la escalera, para manifestarme su gratitud, me hizo otra vez la gracia de poner el “hocico de liebre”.  Se llama Antonio Rabucco y tiene ocho años y ocho meses…

“¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá?   Porque limpiarle mientras tu compañero lo veía era casi hacerle una reconvención por haberle ensuciado.  Y esto no estaba bien: en primer lugar, porque no lo habría hecho de intento, y en segundo, porque le había manchado con ropa de su padre, que a su vez se la había enyesado trabajando; y lo que se mancha trabajando no ensucia; es polvo, cal, barniz, todo lo que quieras, pero no es suciedad.  El trabajo no ensucia.  No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo: `Va sucio´.  Debes decir: `Tiene en su ropa las señales, las huellas del trabajo´.  Recuérdalo.  Quiero mucho al albañilito, porque es compañero tuyo, y, además, porque es hijo de obreros.
          Tu padre”




Autor: Edmundo de Amicis
Tomado de: El trabajo: cuentos y semblanzas
Selección de: Elkín Obregón S.
CONFIAR





















EDMUNDO DE AMICIS: (1846-1908) Escritor italiano, viajero impenitente.  Aunque escribió mucho (Vida militar, España, Recuerdos de París, Los amigos, Retratos literarios), hoy se le recuerda, digamos que exclusivamente, por Corazón, diario de un niño, libro en donde evoca y reelabora literariamente, con nostalgia y ternura, estampas de su niñez pueblerina.

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