Un oratorio para las putas.
Dora Luz Echeverría
…y el canto de todos, que es mi propio canto…
Las monjitas necesitan un oratorio –me
dijo Diego un día mientras revisábamos la obra.
Venía hablando de las monjas desde hacía
más de un mes, el mismo tiempo que llevábamos en las reformas arquitectónicas
de un laboratorio. Casi todas las
mañanas tomábamos tintico envenenado con canela y hablábamos de la otra
reforma, esa del alma y de la vida en momentos en los que la única salida
posible es la verdad con uno mismo: Diego había decidido separarse de una bella
mujer con la que tenía dos hijos, innumerables perros y una historia de convivencia armoniosa que ya no
podía seguir manteniendo sin traicionarse a sí mismo.
Entonces decidió vivir de verdad, por
dolorosa que fuera, así muy pocos comprendieran ese paso tan difícil al que
solo sigue el encuentro con la soledad.
En el descubrimiento de su nueva vida
pocas cosas del pasado lo acompañaron.
Unas de ellas fueron las monjitas.
Según me contaba, tenía una casa arriba de la iglesia de San Benito
donde trabajaban con las prostitutas del Centro. Las había conocido gracias a un amigo que les
ayudaba esporádicamente, y Diego, que se sentía entonces tan perdido como
triste, se dedicó a buscar todo tipo de colaboración para ellas.
Auque tenía algunos prejuicios frente a
las obras de caridad, fui incapaz de negarme cuando me pidió una opinión sobre
lo del oratorio. Pensé que podría
hacerme la loca y salir del paso con alguna observación trivial, pero el
entusiasmo de Diego era contagioso.
Bajamos temprano en la mañana por
Ayacucho hasta el Parque Berrío, lo cruzamos en diagonal y caminamos por Boyacá
hasta que un olor a pan recién hecho que invadía la calle nos invitó a
desayunar.
-Aquí es- dijo.
Pedí un croissant con café mientras él
saludaba con cara de muy conocido a todo el mundo: las panaderas, con el pelo
algo más teñido que lo normal; la cajera, con un escote algo desproporcionado
para las ocho de la mañana; y otras dos mujeres, de blusa y cara lavada, que se
adelantaron risueñas a estrecharme la mano.
-¿Entonces usted es la arquitecta?
-dijo la mayor de ellas.
A pesar de la pequeña cruz al cuello y de ese aire indefinible que
proporciona la virginidad, pensé que podrían confundirse con alguna oficinista
gris.
Pero sonreían tan felizmente cuando me
mostraron el lugar para el futuro oratorio, algo más grande que un hall, donde habían acomodado tres
bancas regaladas y una imagen de la
Virgen contra una ventana, que caí, como Diego, en sus redes.
Mientras evaluábamos el espacio
disponible, otras tres mujeres, con evidente cara de trasnocho, salieron de un
saloncito donde había varias máquinas de coser.
-
¿Sí nos van a hecer un oratorio?
-
Dijo una de ellas mirándome escrutadora-. De pronto así sí podemos rezar tranquilas.
Al hablar con la hermana María de los
Ángeles supe que había sido ella la de la idea, porque en la la iglesia de san
Benito las prostitutas se sentían muy mal:
normalmente entraban a primera hora de la mañana, después de una noche
de trabajo, y las beatas se molestaban con su presencia, o al menos ellas así
lo sentían. En cambio a la casa de las
monjitas podían llegar a cualquier hora y eran más que bienvenidas: había café,
y nunca, nunca una palabra de reproche.
Cuando la hermana me contó cuál era su
filosofía frente a ellas –siempre las llamaba así, ellas-, pensé que no era
posible tanta belleza, hasta que después de varias semanas lo puede
comprobar. No se trataba de critar, de
juzgar, de condenar; ese espacio estaba abierto siempre para oír, apoyar,
ayudar.
-En algún momento ellas se tienen que
retirar, por viejas, por aporreadas, por cansancio, y entonces, ¿qué van a
hacer? –me dijo.
Comenzaron por enseñales panadería –la
hermana Consuelo sabía hacer panes-, y abrieron una pequeña cafetería a la
entrada de la casa. Después llegó Willy,
un travesti que sabía de peluquería, y les enseñó el oficio a algunas. Lo del taller de costura resultó todo un
éxito cuando Rosalba, retirada del oficio después de haber viajado a Holanda y
de ahorrar lo suficiente para comprar un lote y construir una casa de tres
pisos, puso una maquila de ropa de cama en la plancha. Rosalba solía llegar temprano, de tacones
altos y pelo recogido, saludando con voz chillona y estridente. Daba consejos y ofrecía trabajo si alguna
llegaba aporreada.
En eso se parecía a las monjitas.
-Cada cual sabe hasta dónde llega
-les decía.
El día de la inauguración del oratorio
hubo desayuno para todos. Todos éramos
Diego y yo, las monjitas y ellas.
Sacaron al patio de atrás la mesa de
corte, inmensa, para que todas las que llegaran pudieran sentarse, y pusieron
bandejas llenas de parva hecha en la casa y olletas de chocolate caliente. La hermana sabía que yo tocaba guitarra y,
entre anécdotas a veces subidas de tono que nunca ruborizaron a las monjitas,
tarareamos boleros tranochados. Después
de contarles la historia de Gracias a la vida, la canción de Violeta Parra, la
cantamos una y otra vez. De pronto,
Rosalba se quedó mirando con desparpajo a la más joven de las monjitas, bella
como la virgencita que presidía el oratorio.
-¿Sabe qué hermanita? Lo que me da mucha
tristeza es que no sepa de lo que se está perdiendo –le dijo llena de malicia.
Recuerdo la cara de la monjita, ya sí
coloradita, en medio del silencio que todos hicimos. Y la frase de la hermana María de los
Ángeles, a la que siguió una carcajada unámime.
-Vos tampoco, mijita.
Tomado de: Periodico Universo Centro. Número 48 – agosto
2013, pagina 12.
No hay comentarios:
Publicar un comentario