miércoles, 5 de marzo de 2014

Para subir al cielo

Para subir al cielo (fragmento)

             Evelio José  Rosero Diago

Ayer en la mañana vino a la granja un desconocido. Traía en sus manos una escalera de madera, bastante larga, color azul. Yo estaba sentado a la sombra de los naranjos, y me preguntaba qué iba a hacer durante el día para ser feliz. Entonces llegó el desconocido, se detuvo a la entrada de la granja, puso la escalera junto a él y la soltó. No sucedió lo que yo suponía: que la escalera se iba a caer. No. La escalera siguió de pie, sola, como apoyada en el aire, igual que si esperara muy tranquila a que alguien subiera por ella.
-¿es usted el que es? –me preguntó el desconocido.
-si, soy yo –le respondí.
-Le envían esta escalera, como regalo.
Me acerqué. –Es una escalera muy rara –dije-. Nadie la sostiene. Y no se cae.
Me puse a contemplarla al derecho y al revés; di una vuelta en torno suyo, la toqué, no hizo nada. Entonces yo mismo la puse en otro lugar, sin apoyarla. Y la escalera no se cayó. Siguió de pie. Incluso me pareció que, al cambiarla de sitio, la escalera crecía.
Crecía.
Eso me pareció.
-¿y puedo saber quién me la envía? –pregunté.
-No quiero decirlo –dijo el desconocido-. Solo sé que usted es el que es y que ahora usted es el dueño de la escalera.
-Eugenia - dije-. Estoy seguro que Eugenia Flor me envía esta escalera.
El desconocido se encogió de hombros.
-puede ser –dijo.
-Es Eugenia. Estoy seguro –repetí.
Eugenia Flor es la muchacha que ordeña las vacas de la vereda. Todos los días me hace un regalo, a escondidas, sin que yo me dé cuenta. Un día me regaló una gardenia, y la puso en la ventana de mi cuarto, la misma ventana que yo abro todas las mañanas para que entre el sol. Sólo que en esa  ocasión entró primero el perfume blanco de la gardenia, dulce y delgado, igual que una voz, la voz de Eugenia cuando canta mientras ordeña las vacas cada madrugada. Otro día me dio un regalo que me asustó: un cucarrón verde. Y  lo puso debajo de mi almohada, de modo que, al acostarme, no demoré en escuchar un ronroneo de alas, muy cerca de mi cabeza. Quité la almohada y lo vi, a la luz de la luna: de un verde resplandeciente. El cucarrón verde también me miraba y luego se echó a volar.  Han sido tantos los regalos que Eugenia me deja en secreto, todos los días, que escribiría mi vida enumerándolos. Una mañana, por ejemplo, iba subiendo por la montaña y sentí sed; estaba fatigado y muy lejos de los naranjos. Me recosté contra una piedra y me dormí; no debí dormir mucho porque al abrir los ojos el sol seguía en la mitad el cielo y la sed me calcinaba la garganta como un terrón de sal. Entonces apareció el regalo, a mi lado: una totuma de agua pura y fría –endulzada con flores de naranjo- que yo bebí pensado en la sonrisa de Eugenia, en su voz como agua. Eugenia debía encontrarse escondida en algún lugar, observándome. «¿Eugenia?» pregunté, pero no me respondió. Así es Eugenia. En su lugar respondió el pájaro amarillo, canturreando en lo más alto de un eucalipto y, después, el susurro largo de la brisa, acariciándome. Así son los regalos de Eugenia: un lápiz y una hoja blanca en el bolsillo de mi camisa, una golondrina en el cielo, la luna en la noche cuando despierto de pronto y estoy solo.  Y siempre que veo a Eugenia, al encontrarla de pronto en el bosque, o en el valle, o a la orilla del río, ella me sonríe y se pone roja como un tomate, y yo me río con ella y no le digo que yo sé que es ella, Eugenia, la de los regalos. Ella sabe que yo sé, pero no decimos nada, y sólo nos miramos y reímos. Y así seguimos, cada uno por su lado, riéndonos.
«Y ahora me regala una escalera», pensé.
-Pero, ¿Por qué una escalera? –Pregunté al desconocido-. ¿Para qué?
-Para subir al cielo –me dijo-.
Esta escalera se hizo únicamente para eso. Claro que si usted desea emplearla para subir a un árbol… también le servirá. O podría subir al techo de la casa, o… subir donde quiera, pero entonces no estaría ya usándola como se debe. Cometería un error, la escalera se pondría triste… Sería una triste escalera…
El desconocido se puso a mirar las nubes. Y suspiró, impaciente.
-Bueno, adiós –dijo-. He caminado por muchos mundos para traerle su escalera. Es suya. Usted la pidió.
-¿Yo? –pregunté.
No recordé pedirle a Eugenia una escalera, jamás. La última vez que nos vimos estaba ordeñando la vaca de la señora Teresa, y yo llegué. Eugenia vestía de azul –como la escalera-, tenía un manojo de flores de monte atado a su pelo, y parecía cantar en silencio. Arrodillada, no se había percatado de mi presencia. Sus manos eran tan blancas como la leche que ordeñaba. Cuando me descubrió, a sus espaldas, por poco tumba la tina donde la leche espumeaba. Se asustó. Se asustó Eugenia y se asustó la vaca porque mugió. Me reí del susto de Eugenia y de la vaca y las dejé. Pero no recuerdo que esa vez le haya pedido una escalera de regalo, aunque debo recordar ahora que tampoco, nunca le pedí una gardenia y, sin embargo, me la regaló. Así son los regalos de Eugenia: una sorpresa por la espalda, como yo.
-¿Conoce usted a Eugenia?
-pregunté al desconocido.
-puede ser –dijo. Y volvió a mirar al cielo, se rascó una oreja y bostezó-. Mire –dijo, extendiéndome un papel y un lápiz, idénticos a los que un día Eugenia me regaló en secreto-. Este es el recibo. Firme debajo, y listo. Tengo que irme. Debo llevar otros encargos, me espera un largo día de trabajo.
Parecía de verdad muy impaciente. De modo que leí el papel. Decía:

Yo, el que soy,
declaro recibir la escalera
para subir al cielo en perfecto estado.

-Firme debajo –repitió el desconocido, y me alargó el lápiz. Yo firmé. Puse: Yo. Y, más abajo, en letras pequeñísimas, añadí:

Gracias Eugenia
Por la escalera

Y apenas hube terminado de escribir se escuchó un trueno espantoso, la mañana entera se oscureció y un viento de horror inclinó las ramas de los naranjos hasta rozar la tierra y me hizo cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, la mañana recuperó su luz. El mundo respiraba tranquilo y el desconocido había desaparecido. En su lugar había una paloma.
Y la escalera seguía ahí…

Tomado de: Para Subir al cielo.
Autor: Evelio José Rosero Diago
MAGISTERIO


Evelio José Rosero: Nació en Bogotá en 1958. Es periodista, cuentista y novelista, y tiene una reconocida trayectoria literaria. Su creación incursiona tanto en la literatura para adultos como en la literatura para jóvenes y niños. Su obra para jóvenes y niños ha merecido varios reconocimientos nacionales e internacionales, como el premio iberoamericano del libro de cuentos Netzahualcóyotl, el premio nacional Fundalectura, el premio nacional Colcultura, el premio Norma-Fundalectura, el premio Enka, el premio Comfamiliar y la beca Ernesto Sábato para jóvenes escritores colombianos.
Algunas de sus obras más conocidas son El incendiado (1988), Cuentos para mirar un perro y otros cuentos (1989), Pelea en el parque (1991), El aprendiz de mago (1992), El capitán de tres cabezas (1995), Cuchilla (2000), El hombre que quería escribir una carta (2002) y Teresita cantaba (2002). Su obra ha sido traducida al italiano, sueco, danés, finlandés, noruego y alemán


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